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Susana
Bartra era una mujer fuerte y decidida. Tenía el cuerpo robusto
como los viejos mangos que flanqueaban su casa cerca del pueblo. Todos
los domingos, desde muy temprano, preparaba su mercadería en canastas
y cajas, y, junto a sus dos hijos menores, abordaba la única camioneta
que la llevaría al mercado de Tarapoto. Susana Bartra no era rica,
pero ganaba lo suficiente para subsistir y permitirse algunas comodidades.
Para ella la vida era lucha diaria y sacrificios, tal como lo aprendiera
de su difunto esposo, y por eso no escatimaba esfuerzos en trabajar arduamente,
hasta altas horas de la noche incluso, en su pequeño taller de
artesanías y cerámicas.
Pero una cosa no le gustaba: la política. Odiaba toda conversación
que tocase asuntos políticos, como si se tratara de obscenidades
o herejías. Cada vez que alguien contaba de algún vecino
torturado o desaparecido por los militares, ella volteaba la cabeza o
cerraba los ojos y pensaba en otras cosas. Incluso cuando algún
campesino, emocionado por los sucesos que ocurrían a diario, trataba
de intensificar el ambiente contando anécdotas de autoridades o
soldados muertos por los subersivos, no participaba del comentario general
y se retiraba en silencio. Para ella, definitivamente, la política
no tenía sentido y sólo servía para acarrear desgracias
o atribular a las pacíficas familias del pueblo.
Y recordaba cuando años atrás, estando con vida su esposo,
mientras ella daba los últimos retoques de esmalte a un macetero
de arcilla, un joven irrumpió violentamente en su casa y cayó
al piso. Susana Bartra le vio con una pierna ensangrentada. Su esposo
rápidamente auxilió al muchacho, le limpió la sangre
y curó la herida. Ella dejó el macetero y los ayudó
a salir por la puerta trasera de la casa, y se quedó mirando pensativa
cuando su esposo y el herido se perdieron entre una hilera de shapajas
y matas de bijao. A los pocos minutos, cuando ya se había reintegrado
a su labor, escuchó secos disparos que le estremecieron el cuerpo.
Sin pensarlo, salió velozmente y vio la desgracia. Vio al muchacho
y a su esposo tirados cerca de la carretera en medio de caprichosos regueros
de sangre. Los soldados no la vieron, y ella lloró mucho aquella
vez.
Por eso odiaba la política. Y aunque había visto morir a
mucha gente cerca de su casa, entre soldados, policías, campesinos,
autoridades y subversivos, prefería permanecer neutral y cerrar
los ojos a una realidad cuya violencia no comprendía. Varias veces
pensó en viajar a Lima y vivir allá con sus hijos, y fue
en una noche de insomnios y pesadillas cuando tomó la decisión
definitiva. Comenzó a ahorrar furiosamente y a juntar sus pequeñas
ganancias. Su idea fija era abandonar su pueblo, que, aunque muy querido
para ella, debía convertirse al final en un vago recuerdo. Y calculó
mucho, planificó sus asistencias al mercado dominical antes de
alejarse definitivamente. Hasta que, por fin, llegó el último
domingo en que debía rematar sus mercaderías sobrantes,
y luego, con todo el ahorro reunido a través de tanto tiempo, tomar
el avión y marcharse a Lima con sus hijos.
Aquel domingo empezó con un hermoso y tempranero sol que parecía
anunciar una buena jornada. Susana Bartra y sus hijos subieron a la camioneta
con la alegría de saber que se acercaba el final de sus terribles
inquietudes. Varios negociantes y artesanos también subieron a
la camioneta, y pronto estuvieron en marcha a lo largo de la carretera
antes de engancharse con la pista que unía Tarapoto y Moyobamba.
A pesar del sol, el ambiente estaba fresco y con cierta humedad. Todos
los pasajeros conversaban animadamente, y Susana Bartra se encontraba
esta vez sorprendentemente risueña. La perspectiva de que pronto
echaría por tierra sus temores la ablandó frente a todos
los puntos de conversación, incluyendo la política. La camioneta
se detenía de cuando en cuando para recoger a más pasajeros,
y enseguida reanudaba la marcha.
Inevitablemente, la charla recayó en los enfrentamientos del día
anterior al sur de San Martín, que había provocado que el
hospital de Tarapoto se llenara de decenas de soldados muertos y heridos,
y se trasladara a los enfermos civiles a sus casas. Pese a su tranquilidad,
Susana Bartra no pudo reprimir una mueca de fastidio. Los sucesos estaban
en boca de todos los viajeros, y Susana Bartra no se sorprendió
cuando de la simple narración de los hechos se pasó a la
toma de posición en favor o en contra. Se formaron dos bandos,
pero, por suerte, la discusión no pasó de un simple intercambio
de palabras. Más tarde se calmaron los ánimos y se hablaron
de otros asuntos. Entonces Susana Bartra respiró aliviada y otra
vez su rostro se hizo risueño.
La camioneta rebosaba de la alegre charla de los negociantes y campesinos,
y tanto los niños como los adultos parecían felices a la
luz poderosa del sol. Ya nadie deseaba que la camioneta se detuviera a
recoger más pasajeros, porque resultaba incómodo viajar
con tanta gente apiñada y sofocada. Pero la camioneta no hizo caso
de los reclamos y se detuvo en una curva, y prometió ser la última
parada. Subieron una anciana señora y un joven de aspecto enfermizo.
Se acomodaron como pudieron, en medio de piernas, cajas y bultos de tela.
El muchacho se acurrucó cerca de Susana Bartra, y ella en un comienzo
no lo observó con atención, preocupada en cuidar que no
destrozaran su caja con cerámicas. Luego, ya en el trayecto, le
vio los ojos enrojecidos y la cara pálida y como abandonada. El
joven le sonrió tímidamente, y de pronto pareció
desmayarse. Susana Bartra se asustó. Le preguntó qué
le ocurría, pero el muchacho no respondió. Unos minutos
después, apenas interrumpido por el ruido del motor y las voces
de los viajeros, se oyó un grito ahogado que amenazaba romper los
nervios. Susana Bartra se inclinó rápidamente hacia el muchacho
y, al verlo desmayado, hurgó entre sus ropas y descubrió
la camisa completamente ensangrentada. Entonces comprendió. De
su bolso extrajo agua de azahar, y, con el debido cuidado en sus movimientos,
trató de reanimar al muchacho. Le colocó sus propios pañuelos
sobre el vientre húmedo que continuaba sangrando, y con la imagen
de su esposo supo de inmediato que se estaba jugando la vida.
El joven despertó al poco rato, y ella le dio de beber agua de
azahar. No pronunciaron palabra. El viaje continuaba y era menestaer guardar
silencio. Susana Bartra vio la sonrisa agradecida en el rostro del muchacho,
y pensó que quizá ya no era posible viajar a Lima. Y tranquilamente,
presintiendo su suerte en esa mañana llena de sol, cerró
los ojos con fuerza, y al abrirlos miró a la gente con extraña
alegría.
Un poco más adelante, la camioneta se detuvo intempestivamente.
Los viajeros lanzaron maldiciones e injurias, pero miraron hacia afuera
y guardaron silencio. La camioneta había sido detenida por una
patrulla del ejército, y pronto los soldados rodearon todos los
flancos y apuntaron con sus fusiles. Un oficial bajó de un jeep
y enseguida gritó órdenes y amenazas. La gente murmuraba
y se miraba asustada. Algunos niños lloraron y hubo disparos al
aire. Susana Bartra se mantuvo quieta en su asiento, abrazó a sus
hijos con desesperada ternura y observó la mirada penetrante y
decidida del herido.
Súbitos golpes destrozaron los cerrojos de la puerta trasera de
la camioneta, y ésta se abrió con violencia. Los soldados
llevaban la cara pintarrajeada de negro, y todos eran jóvenes,
pequeños, cubiertos con pasamontañas y armados con fusiles
y metralletas. Uno de ellos empujó al suelo a uno de los campesinos
y allí le pateó en los costados. Una mujer bajó en
su ayuda y apartó de un tirón al soldado. Este, rojo de
ira, casi a punto de caer al suelo, rastrilló su arma y disparó
bruscas ráfagas sobre la mujer y el campesino. Pronto la camioneta
se llenó de gritos, insultos, llantos desgarradores y órdenes
amenazantes. El oficial dispuso que todos los pasajeros bajaran inmediatamente,
que los iban a revisar uno por uno, con los documentos en la mano.
Susana Bartra se abrazó más a sus hijos y quiso llorar.
Volvió la cabeza hacia el muchacho herido, pero no lo encontró.
Lo vio adelante. Lo vio saltar como una fiera contra los soldados y extender
las manos, entregándose.
Pero no lo dejaron avanzar. Ráfagas de metralleta destrozaron su
cuerpo, y la sangre salpicó hasta donde Susana Bartra se encontraba.
Supo entonces que eso sólo era el comienzo. Siguió oyendo
balazos, y un griterío inmenso reventó sus tímpanos.
Los soldados se habían apartado para tomar distancia y disparaban
contra la camioneta. Abatían niños, mujeres, ancianos. jóvenes.
Las llantas fueron rápidamente desinfladas y la camioneta se inclinó,
pero sus fierros soportaron el declive y adoptó el raro aspecto
de una masa quebrada y retorcida.
Susana Bartra no pudo calmar el llanto de sus hijos y los vio morir con
heridas en la cara, el pecho y a lo largo de sus cuerpecitos indefensos.
En torno suyo se confundían la sangre y los llantos, los estertores
moribundos y los disparos inacabables y nuevamente la sangre. Las balas
se le incrustaron en el cuerpo como brasas encendidas. Sus piernas heridas
le quemaban, luego el pecho agitado y el cuello. Pero no moría.
Quiso levantarse y gritar algo para que la mataran de una vez, pero no
pudo. Comenzó a faltarle el aire y esta vez sintió con alivio
la sofocación mortal, el ahogo reptante, la insensibilidad que
la adormecía.
Un repentino golpe de viento cruzó raudo el espacio. El sol permanecía
firme, inmenso y cada vez más brillante en aquella mañana
de domingo.
Tarapoto,
diciembre de 1989
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