Indice Crónicas

 

Sabor a viento


A Patricia Martínez,
salvadoreña en Nueva York.

Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco
F. Urondo


Semillas
Yo nací en Corongo en mi primer y único viaje. Porque a veces me demoro en nacer en las ciudades que visito y me atrapan con su calor y ternura. Aquella vez, mirando la cabeza de nieve del Champará a lo lejos, supe que estaba naciendo nuevamente.
Mis nacimientos son variados. No siempre son tan dulces. A veces son calurosos, como cuando nací en Iquitos, Indiana y Manacamiri, y también en Pucallpa y Tarapoto; y otras veces son fríos y nublados, como en Lima o Chimbote, por ejemplo.
Lo cierto es que nacer no es un accidente. Es un privilegio, y hay que saber darse cuenta de todos nuestros nacimientos. Y celebrarlos.

El buen Lázaro
Mi amigo Lázaro Rodríguez era bueno como el pan. Lo conocí haciendo música y promoviendo las artes en San Martín de Porres, mi distrito. Una vez me contó que fue policía por necesidad, por sustentar a la familia y hacer algo con el cargo. Pero no pudo.
Cuando hace tantos años Hugo Blanco inició la toma de tierras antes de la reforma agraria de Velasco, él ya lo admiraba, igual que admiraba a Javier Heraud y al Che Guevara.
Por eso, cuando supo que Hugo Blanco estaba preso en El Frontón, lo fue a visitar. Le llevó víveres en una bolsita y la admiración en la mirada.
-Tú eres policía -le adivinó Hugo Blanco.
-Sí -reconoció Lázaro.
Y no pudo seguir, porque el guerrillero le escupió en la cara y le dio la espalda.
Después, Lázaro abandonó la policía o se dejó expulsar luego de una huelga. Y aún piensa que se merecía ese trato allá en El Frontón. ¿Porque cómo íbamos a recibir bien a un policía, a ver?

Amigos
Los amigos son breves tempestades. A veces llegan para refrescarte, y otras, para joderte. Y no digo de Pablo Güivín o Manuel Mosquera, que se quedaban horas en mi casa de Iquitos aunque los botara mi enojada mujer, sino de los amigos que de pronto ya no piensan lo que pensaban y ya no creen en lo que creían.
Los incendiarios, dicen, se transforman en bomberos. Pero yo no vi bomberos calmosos renegando de su propia vida, sino incendiarios apertrechados en el campo enemigo como peces en el agua.
De incendiarios a incendiarios, los pobres.

Teatro
Durante una muestra de teatro en Comas, los teatristas se disfrazaron de todo para el pasacalle. Los grupos que gustaban de salas, de ingresos propios y de altas entradas cuando presentaban sus obras, elaboraban sonrisas, saltos, bailes y representaban una alegría prefabricada.
En cambio los niños teatristas del distrito, que no tenían ni para el pasaje de regreso a sus asentamientos humanos, todos ellos rescatados de la calle, ex pirañitas y ex vagabundos, caminaban cantando y bailando sobre sus zancos, algunos requintando a los mil demonios por los autos y combis que no se detenían, y otros cayéndose de los zancos por lanzar largos silbidos cuando pasaba una muchacha bonita que les rompía la concentración.
Jorge Rodríguez, el culpable de todo, se reía sencillamente.

Huancayo
Volví a Huancayo luego de años y la vi tan bella como la primera vez, cuando Rocío nos recibió en su casa y nos sumergimos en los colores del teatro y apisonamos calles como fantasmas.
Esta vez, en casa de Manuel Baquerizo, la sensación es semejante por alguna magia de la memoria. Me siento niño y me siento inocente.
-Y tú escribes con esta belleza -le digo a Manuel Baquerizo, señalando su inmenso huerto y el cielo tan azul-. Con razón.
El sonríe como diciendo hago lo que puedo, y sabe que lo envidiamos, que la oscura Lima nunca reemplazará la belleza del cielo serrano ni la vitalidad que hace de Baquerizo -un magnífico crítico de setenta años- un adolescente enamorado de su pueblo y su cultura.

Sole
Soledad pide leche y cigarrillo, y yo un café.
Le cuento lo que ya sabe, pero las noticias no son iguales cuando salen de la experiencia vivida.
-A un amigo lo detuvieron por nada, y lo han sentenciado a doce años -le digo.
Sole es bella por donde se la mire. Y sus ojos azules pierden su brillo cuando el sabor amargo del cigarrillo se le parece a la realidad.
-Pues qué jodido no poder hacer nada, ¿no? La dictadura da para rato.
Su palabra es como ella: españolísima y directa. Y como dice que se vuelve a cruzar el océano, se despide. En la sala de edición del periódico la llamábamos para corregir aquí, para que viera su nota; en realidad, para tenerla cerca.
Pero la noche limeña es tan propicia para las despedidas tristes. Nos abrazamos fuerte, con suavidad. Y ella se nos va.

Palabra
Wilder me envía por correo electrónico varios poemas que acaba de escribir. Mientras escribe, se hace joven, casi un niño.
Una noche llega preocupado.
-Bueno, no debería preocuparme tanto -dice-, si casi siempre es lo mismo.
Una vez más, lo han amenazado por internet. Como editor de un suplemento, opina, y pide mejor educación e información a la gente. Por eso las amenazas.
-Es cantarina, como si el viento fuera de palabras y todas las cosas del mundo merecieran quererse -le digo.
-Qué -pregunta, sorprendido.
-Tu poesía.
-Carajo, yo pensé que la amenaza.
Y nos reímos de cómo las miserias del gobierno sucumben inevitablemente a la sencillez de la palabra.

Alturas
El frío, a veces, quiere joder cuando es de madrugada o medianoche.
Era el rompimiento en Corongo, y la banda tocaba y los panataguas bailaban como poseídos. Luego de vagar con la banda de músicos, me fui a los panataguas. Allí los niños y los borrachitos, que siempre dicen la verdad, danzaban al estilo de los hombres de la selva, viejos amigos de los coronguimarcas.
El trago, inevitable por el frío, se había vuelto intragable.
Entonces salté, bailé con los panataguas, fui niño mientras duraba la noche y vencíamos el hielo que hendía sus manitas en la piel adormilada. De pronto, un alto para atenuar la agitación.
-Sigue bailando -dijo, de pronto, una voz.
Era el camarógrafo, que se reía del esfuerzo y grababa los saltos divertidos con los que yo quería engañar haciendo que bailaba.

Ese amor
Mientras subíamos por las curvas peligrosas que llamaban Culebrilla, cerca de Corongo, me contaron que hace muchos años un hombre se enamoró de una muchacha que no le hacía caso. El manejaba un ómnibus lleno de pasajeros, justo por donde pasábamos entonces, y miró por el retrovisor cómo su amada reía y coqueteaba con otro.
Entonces exclamó:
-Si no eres mía, no serás de nadie.
Y quebró hacia el abismo. Sólo una niña se salvó, que ahora cuenta la historia con la misma rabia de aquel hombre enamorado.

Pallas
Uno mira a las pallas de Corongo y piensa en su gracia y dulzura semejantes a la mariposa o al aletear de una libélula. Y recuerda: hace mucho tiempo los Incas intentaron dominar estas tierras, pero la resistencia fue terrible. Entonces el enojado Inca ordenó el castigo, que era arrasarlo todo. El pueblo se vio vencido y asustado. Optó por la diplomacia. Atavió con sus mejores galas a sus hijas, las vistió como pallas relucientes y suaves, y las envió al soberano del Cusco como embajadoras del perdón. Al verlas tan bellas, el Inca se rindió ante ellas, perdonó a su pueblo y se quedó con las hermosas pallas. Suerte de Inca, que le dicen.

La caída
Cuando cayó la dictadura de Fujimori, se descubrió la gigantesca maquinaria de la corrupción que se extendía, sin piedad, por todas las alturas y todos los rincones de la sociedad.
-Lo peor -decía una indignada Martha Solano- es cómo mierda vamos a salir de la crisis moral. Cómo mierda vamos a levantar cabeza.
-Lo peor -le decía yo- es que todo está cagado. ¿Quién va a limpiarlo todo, dime, quién se va a atrever a decir: yo estoy limpio, y lo va a limpiar todo?
Y así discutíamos. Más enmierdados que nunca.

Poesía
Me dice que es de El Salvador, y yo dilato la mirada.
-La tierra del poeta Roque Dalton -le digo.
Ella afirma con una sonrisa, y dice que justo ha conseguido un libro suyo y lo está leyendo. A Roque Dalton lo mataron los que fueron sus amigos. La protesta internacional fue unánime por la muerte del poeta y guerrillero, y se habló de la inmadurez de nuestra izquierda latinoamericana. El grupo que lo asesinó envió un comunicado justificando el crimen. Años después, para participar en las elecciones, envió otro comunicado reconociendo el error, la estupidez irreparable.
-Prefiero la chifladura a la solemnidad -decía Roque.
-Poesía, perdóname por haberte ayudado a comprender que la poesía no está hecha sólo de palabras -escribía Roque.
-Roque Dalton hacía reír a las piedras -escribió de él Eduardo Galeano.
-Yo lo recuerdo riendo -escribió Ernesto Cardenal-. Flaco, de un blanco pálido, huesudo, narizón como yo, y siempre riendo.
Pero Patricia Martínez no cree en pendejadas.
-Los paramilitares lo mataron -dice, allá en Llamellín.
Así nos conocimos, hablando de poesía, de Roque Dalton, de los hijos de puta que lo mataron.
-Si tengo un hijo, se llamará Roque -dice Patricia.
Y la mirada se le extravía entre el sol mañanero y la nube terca que anuncia la lluvia de verano.

Palabras
En una banca de la plaza de armas de Llamellín, conversamos.
-Yo tenía nueve años, más o menos. Y desde México cruzamos la frontera. Nos agarraron dos veces, y nos devolvieron. Pero a la tercera logramos entrar. La policía no nos vio. Los coyotes nos metieron en un sótano chiquito, y de ahí escapamos a las justas. Ibamos en una caja apretadísimos y metidos en una camioneta, como sardinas. Mis hermanos renegarían después, porque yo era la menor y roncaba a pierna suelta en medio de la apretadera, y tenían miedo de que mis ronquidos nos descubrieran. Así llegamos adonde una tía en California, y listo.
Pero la imagen de su mamá empaña su mirada. El sufrimiento yace entre sus ojos y es como una invitación a compartir su dolor. Yo la abrazo, y una nube se incrusta en mi mirada. El sufrimiento es así. Nos hermana.
Después, Patricia aprendió el inglés, se hizo trabajadora social y ahora ayuda a los inmigrantes a superar las trampas del abuso. Una vida para admirar y para quererla.

Viaje
Antes de convertirse en poeta y revolucionario, Roque Dalton viajó a Chile. Allí, en medio de la euforia universitaria, tuvo la oportunidad de entrevistar al pintor Diego Rivera.
-¿Cuántos años tienes? -le adelantó el pintor.
-Dieciocho.
-¿Y qué sabes de marxismo?
-Nada.
-Entonces tienes dieciocho años de imbécil -dijo Diego Rivera, y lo echó.

Marca
En Marca nacieron mis padres, aunque los abuelos eran de otras tierras. A mí me gustaba viajar para oler los eucaliptos, pescar truchas y recorrer las punas y los inmensos paisajes. Mi pasión era caminar, oler, mirar, tocar, pero sobre todo, caminar.
Un día me contaron una historia. Hace años, hubo un gigante llamado Canlín que defendía a la gente humilde. Los poderosos del lugar lo mataron. Pero Canlín no moría, y seguía tan fresco. Entonces, lo volvieron a matar, y esta vez lo partieron en pedacitos y enterraron sus miembros en lugares distintos.
Yo miraba el cielo y el perfil de las montañas, y sentía los pasos de Canlín, oía su corazón que sonaba como su nombre, y oía su risa, tan alegre como un día de fiesta.

Puerto Maldonado
Carlos Fuller, poeta enamorado de la pintura, bebe la cerveza mientras la espuma se enreda entre sus barbas. A lo lejos, el río Amazonas asoma su vientre rojo.
-Yo era pequeño, pero recuerdo que un día, allá en Puerto Maldonado, todos los niños corrimos a ver cómo los policías y otra gente armada disparaban contra una canoa, en medio del río.
La cerveza en la selva es fiestera y fría. Y uno no sólo la bebe; se la besa, se le hace el amor, se la siente toda. Pero Carlos Fuller anda enredado con la memoria.
-Así mataron a Javier Heraud. Yo lo vi. Era muy pequeño, pero lo vi. Y todavía lo veo, a veces.

El juicio
Una noche, la noticia corrió desesperada. En Marca, los policías habían atrapado a un abigeo de la familia Vargas, y lo tenían amarrado en la comisaría. Yo pude verlo, porque un policía era esposo de mi prima y me dejó entrar. Las denuncias cayeron como aguacero. Los robos de ganado y gallinas, los asaltos a las casitas pobres y a las sementeras, las violaciones a las mujeres solas, los borreguitos...
Pero el abigeo, al día siguiente, ya había desaparecido.
Muchos años después los guerrilleros maoístas llegaron al pueblo. Reunieron en una fría madrugada a todos los habitantes, y les hablaron. Hicieron juicio a los policías, pero los perdonaron. A tres abigeos de los hermanos Vargas, en cambio, no. Cuando se fueron, el fuego del municipio y de la comisaría aún ardía luego de la dinamita y la furia.

Lengua
En Europa, un amigo alemán le dijo:
-Háblame en tu propia lengua.
Y Washington Durán Abarca le habló en castellano. El alemán negó con la cabeza.
-No -le dijo-. Quiero que me hables en tu lengua original, en quechua.
A Washington Durán Abarca se le atoró el aire en la garganta, porque no sabía.
-Comprendo cómo te sientes -dijo el alemán, en quechua-. Es terrible hablar el idioma extranjero de los vencedores, y no saber la lengua de su propia tierra.
Esto lo cuenta a menudo el mismo Washington Durán Abarca, en su castellano claro, y también en su quechua transparente, que ahora sí sabe.

Jean Paul
Jean Paul Sartre escribía con la cabeza, con el corazón, con el hígado, con los pies, con la memoria, con la desmemoria, con intuición, con sinsentido, con calma, con furia, con la piel, con los huesos, con la tierra que lo parió y con el aire que le dio vida. Y escribía, Jean Paul.
Era un tipo raro. Una mañana parecía comunista, y a la otra, reaccionario. Era libre de su esclavitud de ser libre. Y trataba, cosa extraña, de ser coherente, de no hablar piedras en el viento, de que su vida tuviera el sentido que a él le daba la gana de darle. Sólo a él.
La mitad de Francia lo amaba, y la otra mitad lo odiaba. Un par de veces dinamitaron su casa, y nada. Jean Paul, viejito como era, salía a las calles, perifoneaba en público, repartía volantes subversivos, y seguía escribiendo.
Un día le dieron el premio Nobel, y Jean Paul se sintió ofendido: ¿por qué ese grupito de suecos mequetrefes va a decidir que mi obra es buena o es mala? ¿Por qué me van a comprar con un premio que todos quieren, y que es pura mierda burguesa, puro halago a la vanidad y no a la obra, pura nada frente al hambre de la gente? Y rechazó el premio. Y aun ahora, después de muerto, se le ve por las calles rechazando premios, poniéndole sentido a su vida como quien se pone una camisa con la simpleza que nos da la libertad.

Lumpen
Tenía nombre, pero difícil acordarse. Era dirigente de izquierda, y salió elegido regidor de cultura del municipio de San Martín de Porres. Con Jorge Roncal organizamos un concurso de poesía, y el regidor nos prometió premios y sorpresas. Al final, sólo recibimos la sorpresa.
Lo vieron llevándose libros de la biblioteca, lo vieron atacar a su compañeros, lo vieron desaparecer los dineros ajenos, y lo vieron dejarse crecer la panza en los chifas del distrito.
Lo llamábamos Lumpen.
-Jorge, ¿y viste a Lumpen?
-Ah, sí. Por ahí anda.
No hubo premios, y la plata nuestra se la quedó fácil. Daba miedo ser de izquierda, a veces, con tantos pendejos sueltos. Con tanto Lumpen vestido de cordero.

Cupicho
Se llama Copertino Muñoz, pero la gente le dice Cupicho. Fue dos veces alcalde de Chaccho, un distrito cercano a Llamellín, y nuestro guía cuando visitamos las ruina preíncas de Tacshamarca.
Ya en el pueblo, mientras los llamellinos realizaban el Gran Cabildo en medio de la lluvia, nos fuimos con Patricia a conocer sus tesoros. En su casa guardaba fósiles de amonitas, de caracoles, de seres inimaginados. También un ceramio, y un hermoso collar de piedras antiguas. Luego de las fotos, sonrió como sonríen los amigos.
-Para ti -le dijo a Patricia-. Y esto para ti.
Nos dio algunos de sus tesoros. Sonreía, y parecía feliz de compartir la magia de los antiguos, como si nuestros antepasados hablaran por él, y nos hermanaran.

Llamellín
Llamellín, otro nacimiento. Le dicen Tierra Colorada porque prevalece el rojo de la arcilla, y también porque semeja un canto de esperanza. La fiesta, los amigos, los músicos, los bailes, la imagen de un pueblo sensible a sus tradiciones.
Al regreso, la lluvia ha remojado la carretera y ésta se ha caído al río. Dormimos en el ómnibus. Afuera, el sonido de la lluvia es un canto enamorado, una pintura: la noche oscura, una alta montaña sobre la cabeza, la luna tímida colándose entre la niebla, un puente de madera sobre el río, y la lluvia obstinada y cómplice.

Tesorero
Julio Collazos es un viejo adolescente. De tanto andar por la vida, la juventud se le ha quedado en los caminos.
Cuenta de cuando comió con los gringos y los llevó a conocer las lagunas en las alturas de Corongo. Enseguida, del terremoto del setenta, de las mujeres bellas que le alegraron las noches, de cuando le salvó la vida al Carreta Jorge Pérez, de las hermosas apariciones en la laguna, de la María Juana en la plaza de armas, de que él no es coronguino sino huaracino, de sus viajes a pie o en acémilas antes de que inventaran las carreteras, y las mil historias se tejen en sus palabras claras y frescas.
Me muestra sus trofeos: piezas de cerámica, objetos de piedra preíncas, libros publicados, hijos y nietos numerosos, y mucha gente que lo saluda en la calle y que fueron sus alumnos.
Le hablo de una muchacha, y él:
-Y qué esperas. Mira, cuando yo era joven...
Su carcajada es contagiante, y contagiosas sus palabras.

La Voz
De pronto, descubro un viejo recorte de La Voz, un diario ya desaparecido. La recuerdo con cariño, porque defendió a mi universidad cuando los apristas ordenaron su allanamiento: decenas de policías robaron en las habitaciones de la residencia universitaria, destrozaron computadoras y libros y detuvieron a más de ochocientos estudiantes. Los universitarios salimos a las calles, y nuestra voz no fue un grito solitario.
Observo el recorte del periódico y me miro en la foto: delgado, con zapatillas y lentes, muevo una enorme piedra en medio de la avenida Abancay. Al fondo, los estudiantes lanzan piedras y agitan. Los días de la dignidad y la furia.

Diario
Entre tantos trabajos y semitrabajos, recalé en un periódico que decía defender a los trabajadores y a los humildes. Yo hacía corrección de texto, acaso el trabajo más aburrido del mundo, pero me daba maña para huir a provincias y escribir crónicas de viaje que me las publicaban. En la redacción, muy seguido, la empresa despedía por docenas cuando le daba la gana.
Nuestro jefe, un ex sindicalista, explicaba:
-Es que es una empresa privada. No podemos hacer nada.
Y el diario se ganaba premios por su defensa de los derechos humanos y de la democracia.

Ella
En el frío limeño, sobre el muro del bulevar inventado para los enamorados y los encuentros cómplices y amistosos, conversamos. Muy cerca, un grupo de músicos tocan y cantan canciones ayacuchanas. La noche es oscura, pero alrededor las luces de los automóviles y los postes nos llenan la cara de amarillo. En la cima del San Cristóbal una inmensa cruz fulgura con sus focos potentes.
Me acaricia la mano, y bebo de su voz. Su pelo cae ondulado a los costados del rostro, y sonríe con la magia de las muchachas sorprendidas. Me habla de los vacíos y los sueños, de sus viajes inconclusos y de las parejas que no quiere tener para no hacerles daño. Mira el río hablador y observa el paso del tren. De pronto, abre los negros ojos sorprendidos, y pregunta por qué el beso que acabo de robarle. Cuando se va, sabe que las explicaciones no fueron inventadas para nosotros.

Calles
Caminamos por las calles de Puquio como quien camina por su propio barrio. Haline, Ana y Giovana tratan de apuntar, fotografiar y grabarlo todo. Bailan los danzantes de tijeras, tocan las orquestas de arpa y violines, y los hombres y mujeres danzan el ayla con sus voces fuertes acostumbradas a lidiar con el viento. Es la semana turística de Puquio.
Hace muchos años, los militares estacionaron una base antisubversiva. No había guerrilleros por esta zona de Ayacucho, pero eso no importaba. Los militares comían de las casas ajenas: irrumpían en ellas, y se llevaban lo que querían. Todos los días lo mismo.
Algún comunero indignado protestaba, pero una bala o una granada, más el cartelito de 'terrorista', terminaban con la rabia justa. Todo esto me lo contaban, sin miedo, los comuneros de Ccollana, de Ccallao, de Pichcachuri y de Chaupis. Lo que muchos, en la fiesta, querían ocultar.

Terroristas
En el Perú, el que no era de la derecha, era un terrorista. Eran terroristas los médicos indignados, los artistas conscientes, los obreros enojados, los maestros generosos y los estudiantes protestones. A los guerrilleros comunistas se les hurtaba el nombre: no eran ni guerrilleros ni comunistas. Eran, simplemente, terroristas.
Pero no eran terroristas los banqueros usureros, los ministros ladrones, los presidentes genocidas, los periodistas mercenarios, los militares cobardes y los policías abusivos. No eran terroristas los que torturaban, robaban y asesinaban en nombre de la patria. No eran terroristas los clérigos, políticos y militares que dirigían el narcotráfico. No eran terroristas los que bombardeaban pueblitos humildes y al mismo tiempo regalaban territorio al país vecino. No era terrorismo el hambre, la pobreza, la mala educación, la injusticia contra los humildes, la falta de empleo o la salud maltratada.
Por eso los terroristas eran los malos. Pero daba miedo ser de los buenos.

Pater familia
Mi padre sólo tiene una casa de cinco pisos que construimos a costa de sudores y carcajadas. No tiene más riqueza. Recuerdo que nos faltaba de todo, menos la comida y el techo. Lo ayudábamos a cargar la piedra chancada, a subir los ladrillos, a mezclar el cemento y la arena, a asentar ladrillos y llenar los techos. A veces, en silencio, la rabia se me anudaba porque me acostaba rendido y no me alcanzaba el tiempo para leer ni escribir.
Primero oía a mi padre, que se llamaba como yo, decir que para que el Perú cambiase era necesario una guerra civil, con sus muertos y sus heridos.
Con los años, se hizo defensor de las dictaduras de derecha. Creía en Fujimori, ese monstruo creado por el narcotráfico, la CIA y la peor corrupción de nuestra historia.
Ahora no sé en qué cree mi padre. Tantas mentiras confunden a cualquiera. Con la edad, se han ensañado con él la diabetes, la presión alta, la debilidad de los huesos. Pero mi papá ensaya con sus yerbas medicinales, y anda hecho un jovencito.
Al mirarlo, veo el milagro de la voluntad: huérfano a los seis años, aprendió a sobrevivir con la soledad y el hambre, y también con el trabajo y la alegría que supo conquistar a mi madre desde entonces irreparablemente enamorada.

El rapto
-Yo era policía, pero de los de antes, no de los abusivos de ahora.
La risa seria de don Hermenegildo Camones nos hace sonreír. La tarde en Llamellín es lluviosa y fría, y nos calentamos con anisado.
-De pronto, vi a la que ahora es mi mujer. Y me enamoré al instante. Pero su familia no me quería, porque eran un poco sobrados y yo solamente un policía. Así que endeudé mi palabra, y los amigos me dieron caballos y víveres.
-¿Y ella estaba de acuerdo? ¿Sabía que la ibas a raptar?
-Pues claro. Ella quería. Así que una noche la recogí de su casa, y adiós Llamellín, adiós familia. Nos fuimos a vivir a Trujillo, y ahora tenemos hijos y nietos.
-Eso lo voy a contar -le digo, mientras brindo.
-No, no. Porque yo he escrito un libro para ella donde lo cuento todo. Porque ella no sólo fue mi esposa. Fue mi amiga, mi hermana. Fue mi madre. Ella me enseñó a no conformarme, a estudiar, a enfrentar los retos de la vida. A ella le debo todo.
Y brindamos por ellas, creadoras de vida.

Tacshamarca
Cuando llegamos, por fin, a las alturas de Tacshamarca, ciudad preínca entre Llamellín y Chaccho, observamos maravillados el río Marañón que serpentea muy abajo, y que Ciro Alegría llamó 'La serpiente de oro'. Sonia Peña lanza una carcajada, y dice o grita ¡Llegué! ¡Llegué!
La abrazo un segundo y observo su mirada reilona.
-No te preocupes -le digo, fingiendo solemnidad-, eres la primera dominicana que llega a estas alturas del Perú profundo.
Sonia frunce las cejas sin dejar de sonreír.
-No seas pendejo -dice-. Cómo no voy a ser la primera, si soy la única dominicada que ha llegado hasta acá.

Fosas
Una madre sostiene el cráneo de su hijo desaparecido en 1989. Cae en tierra y llora. Su llanto es doloroso, angustiante. Uno la ve en la televisión y las tripas se retuercen.
Acaban de descubrir una nueva fosa común con ocho cadáveres, en Huancavelica. Otros familiares reúnen los huesos, miran las ropas ajadas, lloran en silencio.
Un testigo dice que cuando los militares los detuvieron, él corrió, se ocultó en el cerro de enfrente. Era profesor, y miraba. Y vio
la tortura, los golpes. Les hicieron cavar la tierra. Pero no los mataron a balazos. Los ahorcaron poco a poco, y los enterraron.

El poeta
La pimera vez que oí de un poeta guerrillero, fue de Mariano Melgar. No era cualquier poeta. Era un poeta enamorado, y eso es decir bastante.
De pequeños memorizábamos sus versos dedicados a Silvia. Y Silvia sonaba como un canto cuando lo decíamos: Silvia, nombre de mujer y poesía.
Los españoles lo fusilaron antes de la independencia, pero ya Mariano Melgar nos había enseñado a enamorarnos, y a creer que entre la poesía, el amor y la revolución no había mucha diferencia.

César
En Santiago de Chuco, el viejo guardián de la casa de César Vallejo se reía con su pendeja memoria.
-¿Creen que Vallejo era un santo, un tipo serio, como dicen las fotos? Para nada. Era un muchacho enamorador, eso sí. Aquí, cuando venía de la costa, le hacíamos fiesta, y él tocaba, cantaba, bailaba, elegía su muchacha. Cuando ocurrió lo del incendio, Vallejo estaba metido en el problema, porque se había enamorado de una mujer que su rival también quería. Tuvo su culpa, qué creen. Estuvo preso, se fue a París, y escribió lo que tenía que escribir.
Nos reíamos. Ricardo Lacuta tomaba las fotos que nunca iban a salir, y yo grababa las cintas que nunca podría desgrabar.
-Hay una foto que sí es como Vallejo. Ahí está él, elegante el cholo, en España, creo, brindando en una reunión antifascista. Y se reía, carajo. Se cagaba de la risa.

Escribir
El oficio de escritor tuvo un tiempo mucho de romántico. Los escritores eran unos locos, y escribían cosas tan bellas. Eran héroes y símbolos. Eran revolucionarios y perseguidos por sus ideas.
En mis años de juventud, los escritores eran de izquierda, que era una manera de ser romántico. Por eso eran queridos, admirados, respetados, leídos; y también perseguidos, encarcelados, desaparecidos.
Ahora los escritores son simples comerciantes. Basta con acudir al amigo del periódico, y esperar tu foto y tu entrevista en la página cultural. No importa que no te lean. No importa que escribas mal. Lo que importa es la promoción, la imagen, la venta del libro o la venta del rostro que a nadie dice nada, ni el libro tampoco.

Preguntitas
¿Qué haremos los que queremos escribir y contar una historia, y no sabemos cómo hacer para que la gente la lea? ¿Qué haremos para que la historia se quede quietecita y no nos despierte por las noches o las madrugadas, durante el trabajo o caminando por las calles? ¿Qué haremos para escribir las vidas de la gente humilde, que tiene tanto que contar porque ha vivido tanto? ¿Qué haremos con nuestras palabras, cuando pierdan la humildad y se crean el cuento de la genialidad y el talento y otras cojudeces? ¿Qué haremos nosotros, los escritores, que sólo vivimos para escribir y escribimos para vivir, todo junto y revolcado?

Oficios
Había muchos escritores entre nosotros, estudiantes de Derecho. Estaba Juan Vega, que escribía poemas intensos y luego moriría atropellado una madrugada. Escribían también Igor Córdova, poeta y dibujante, y Magno Cadillo, tranquilo como un hermano menor. En cambio Víctor Andrés Ponce, que era un izquierdista radical, se volvió un reaccionario radical y se dedicó al periodismo. Y lo mismo Juan de la Puente, que hacía literatura desde Huánuco, llegó a editor de política en un periodico limeño.
No sabría decir si de mi promoción salimos más escritores que abogados. Lo cierto es que muchos comprendimos a tiempo la trampa, y enrumbamos por caminos más fascinantes pero no menos escabrosos.

Apariciones
De pronto, los periodistas se dieron cuenta de que habían aparecido cantidad de fosas comunes a lo largo del país. Raúl Mendoza me decía que hasta el momento habían contado setenta. De pronto, advirtieron que muchos pueblos de la sierra habían desaparecido del mapa a causa de los bombardeos de las fuerzas armadas que no dejaron piedra sobre piedra. La dictadura fujimorista había caído, y repentinamente todo ocurría como si se hubiera vivido bajo siete vendas y como si no hubieran existido las miles de denuncias de asesinatos y desapariciones, y como si no hubiera habido marchas de protesta y voces indignadas contra el genocidio de la dictadura y de los gobiernos que la antecedieron. Este repentino darse cuenta era tardío, pero servía para saber mejor lo que ya sabíamos peor.

Debate
En una discusión entre amigos, la pregunta que tratábamos de contestar inútilmente era: ¿cuál fue el peor defecto de la izquierda peruana?
Había muchos, y todos nos parecían importantes. Pero no nos poníamos de acuerdo en cuál había sido el peor, el que la cagaba todo. Hasta que uno dijo:
-Yo sé cuál. La izquierda peruana, a diferencia de las demás izquierdas de otros países, era anticomunista. Y creo que una izquierda anticomunista es el peor defecto de cualquier izquierda.
Y nos quedamos pensando.

Cantor
Ahora no recuerdo su nombre, pero era alto, moreno, de voz gruesa, y tocaba una zampoña gigante en un grupo de música folclórica. Lo vi en un acto cultural en la avenida Perú, cerca de mi casa.
Cuando ingresé en San Marcos para estudiar abogacía, lo vi de nuevo. Después desapareció. Su alta figura llamaba siempre la atención. Pregunté a los amigos, y me dijeron que los militares lo habían matado por esos días, en Colombia, porque se había ido a integrar el Batallón América, y bueno.
Desde entonces, cada vez que veo una zampoña gigante, de esas que necesitan bombas de aire en vez de pulmones, lo veo nuevamente porque la memoria también sabe que los amigos son nuestra medida.

Yanayacu
Mi nacimiento en Chachapoyas se dio de manera diferente a mis otros nacimientos. Y es que desde muy niño yo ya quería nacer ahí. Por eso el deslumbramiento cuando vi la ciudad, aplané sus calles, fotografié sus casas y sus mujeres, tenía algo de memoria no vivida.
Cuando llegamos a Yanayacu, una poza muy antigua de paredes empedradas, nos dijeron que si bebíamos de sus aguas nos quedaríamos para siempre. Nancy Tuesta se atrevió a tentar la leyenda, y me dio de beber. Pero no me quedé en Chachapoyas, y aun ahora lamento la falta de seriedad de la advertencia.
Pero Chachapoyas está allí, rondando con sus colores y sus sabores, vagando entre la memoria que quiere nacer de nuevo.

Toribianos
Santo Toribio es un distrito excesivamente joven pero un pueblo de viejas tradiciones. Surgió de las vecindades de Huaylas, pero sufrió de ella los dolores del parto y las injusticias indebidas. Sus casas miran a los nevados Champará y a ese otro que en Europa bautizaron como el más hermoso del mundo, el Alpamayo, en tierras ancashinas.
Con Lucio Pinedo recorrimos sus paisajes y sus sabores. Y una mañana, cuando el sol castigaba a plomo, observé una aparición generosa. Después supe que se llamaba Susan, y que desde muy niña no se cortaba ese largo cabello que bajaba por su hermoso cuerpo como si se tratara de la lluvia temeraria o de una suave catarata.

Arriba