Indice Crónicas

 

Las hogueras del hombre

 

A Magaly, a Sandra
a Nancy, a Marcela
A Elena.


Lector: el único contenido de este libro soy yo mismo, y no es justo que emplees tu ocio en tan vano e insignificante objeto.
Montaigne

Elena
A Elena Burga la encontré nueva. Se había mudado el espíritu y era otra: le había nacido las ganas de vivir. Me invitó un par de cervezas en Moronacocha, frente a un paisaje hermosísimo. La selva.
Hablamos de todo y de mucho. Tras la espuma que desaparecía en mi vaso, la observaba. Era atractiva. Quise decírselo. Pero hablamos de su enfermedad, de sus planes.
-Pucha que cuando me internaron, me dije: no seas cojuda, si sales viva de esta, vete a vivir la vida como se merece.
No me atreví a decírselo.
Le extendí una hoja de papel. Lo leyó. Me aseguró que le había gustado mi poema.
Dijo que políticamente hablando era optimista y confiaba en el éxito. Vi sus ojos profundos. Que si no veía a su novio, igual le daba: no viviría aferrada a nadie. Era feliz. Lamentablemente, teníamos cada uno que hacer.
Subimos a su moto y yo le cogí de la cintura. Aspiraba su olor, sus cortos cabellos acariciándome la cara.
No se lo dije.

Lluvia
Acabamos el ensayo luego de tanto sudar, confiar, dolernos en la creación de una imagen o una palabra.
Afuera llovía a baldazo limpio. Salimos. Al poco rato estábamos empapados como pollos.
Las calles eran lagunetas y ríos. Pero la noche era bella, la lluvia era bella, y nosotros, vivos, nos sentíamos más vivos aun.
Eran varias calles y cuadras hasta la casa.
Empezamos a cantar. Sandra y yo bailábamos, danzábamos bajo la lluvia. Karina y Magaly se morían de la risa. La gente nos miraba estupefacta: ¿de dónde salieron estos locos?
La felicidad tenía nuestros nombres.


Pareja
Yo era entonces director de un taller de teatro en la universidad Villarreal. Ensayábamos duro, y eran tiempos de calor en Lima.
Antes y después de los ensayos charlábamos con los alumnos. Un profesor también participaba en el taller, y a él lo molestaban por verse, reír y conversar seguido con Martina.
Ella me dijo un día:
-Son unos huevones. A mí me gusta la compañía del profesor, pero no estoy enamorada de él. Eso es lo que ellos no entienden. Tanta suspicacia ya parece una masturbación colectiva.
Sonreí con ella. Sí, la posibilidad de andar perfecto con una persona del otro sexo, y no amarla.
Ellos no entendían.

Nancy
Nancy Dantas me aloja en su casa durante un mes, y allí puedo leer decenas de libros sobre la amazonía y avanzo mucho en mi última novela. Ella anda atareada y hace meses que no pinta.
Junto a los pobladores organiza Mingas Culturales en caeríos y barriadas de Iquitos: funciones teatrales, talleres de dibujo y pintura, exposición de cuadros y elaboración de enormes murales en las escuelas. Su vitalidad es ejemplar.
Me cuenta muchas anécdotas, y cuando le digo que las escribiré en forma de crónicas pequeñas, me advierte:
-De mí no dirás ni una palabra.
-Pero Nancy...
-No. Tú mismo dices: hay que acabar con el individualismo, con el afán de figurar, ¿no es cierto?
Guardo silencio. Y a escondidas, escribo.

Ayacucho
Durante una fiesta, Omar Toledo me cuenta cómo salvó de convertirse en historia.
-Estábamos en Ayacucho y yo salía de una reunión con mis amigos, unos minutos después de iniciado el toque de queda. Andábamos con cuidado por las calles desiertas, cuando de pronto nos detuvo una patrulla.
En las clase de Derecho era estudioso y fue el primero en graduarse de abogado, mientras que nosotros vivíamos a las patadas. Ingresó en el fuero laboral y sólo por la edad no lo nombraron secretario o juez.
-A todos los detenidos los desaparecían, y yo ya me iba despidiendo de este mundo. Pero uno de los militares, ex compañero de colegio, me gritó que escapara, y yo salté y corrí a mi casa agradecido de haberle esquivado a la muerte.
Al salir de la fiesta, nos despedimos con la promesa de visitar Ayacucho, para ver a los danzantes de tijeras, para conocer a su pueblo inolvidable.


Teatro
A Ricardo Santa Cruz, director de teatro, lo entrevistamos en un rincón de San Marcos. Fumaba. Hablaba con énfasis y lento, como si cada palabra pronunciada fuese un parto.
Al día siguiente comprobamos que la cinta, por alguna idiota mala pata, no había grabado nada.
Un día César Flores me cuenta cómo nació Ricardo Santa Cruz. Antes, era Moisés Santa Cruz.
Fue en Europa durante una representación de 'El príncipe constante', cuando actuaba Ryszard Cieslak y dirigía Jerzy Grotowsky. La conmoción que le produjo el espectáculo, y en especial la actuación, fue tan grande que enseguida se sintió otro, tocado, transformado.
Ryszard, en español Ricardo. Ese fue el homenaje y el reconocimiento de quien, desde entonces, busca la varita mágica del teatro en medio de las calles y entre la gente.


Genocidio
Don Alberto Buendía se frotó los bigotes. Su hijo era oficial de la Marina y parecía incómodo frente a mi pregunta.
-Mire, joven -me dijo-, genocidio es una palabra muy general. Aun en el supuesto de que las fuerzas armadas cometieran eso que usted pregunta, comprenderá que es necesario. A todos los subversivos hay que exterminarlos. El enemigo no da la cara, y al Estado sólo le queda defenderse y golpear a ciegas.
-Así han borrado del mapa pueblos enteros, han asesinado a miles de campesinos a sangre fría y los han presentado como subversivos caídos en combate...
-Bueno, basta -dijo don Alberto Buendía, visiblemente enojado-. No me venga a mí con eso. Usted sabe que toda esa gente es india, chola. Deberían agradecernos por mejorar la raza de los peruanos, acabando con la cholada, ¿no le parece, joven?


Movimiento
Por las tardes hay un intenso despliegue de personas, cargas y lanchas en los puertos de Iquitos. Los obreros, sudorosos y semidesnudos, caminan de prisa con sus bultos al hombro, bajando y subiendo a la orilla hasta las embarcaciones.
Los pasajeros se apiñan descendiendo las escalinatas húmedas de fango, preguntan los pasajes, instalan sus hamacas o colchonetas. Todo es colorido en movimiento.
Es tarde y el sol se oculta por el otro lado. Los familiares y amigos, y los turistas y caminantes, se agolpan contra las barandas y esperan la partida.
El río Amazonas, inmenso, oscuro, aguarda con indiferente tranquilidad la suerte optimista de los pasajeros.

Glenda
-Y tú pareces un niño -dijo Glenda-. Y digas lo que digas, no puedes negar que me quieres.
Con Richard Lacuta nos reímos de sus arranques y de su sinceridad.
-Vayan a Trujillo cuando quieran, ahí tienen casa, nosotras los recibiremos.
Hicimos las maletas tres veces, y por tres veces no pudimos viajar. Nombramos a Trujillo la Ciudad Prohibida. Glenda sí vino a Lima y nos visitaba.
Se asustó al oírnos defender ardorosamente, en Huaraz, nuestra concepción del mundo y nuestros sueños. Se preocupó por nosotros, escribió, telefoneó y vino a vernos para comprobar que seguíamos vivos.
Nos reíamos, y siempre nos olvidábamos de agradecerle su cariño.

Milagro
Cuentan que Rosario Tapullima, madre de doce hijas y famosa creyente católica, vio una mañana, cerca de las aguas del río Nanay, a una de sus hijas elevarse a los cielos en medio de una luz brillante y divina.
Corrió a avisar a los vecinos del caserío de Manacamiri lo que acababa de ver, y contó con lujo de detalles lo que para ella era una demostración de la existencia del creador.
Pero al regresar a casa, se encontró con la hija que viera volar sentada frente al fogón y con aire de fastidio.
-¡Cómo! ¿No es que te fuiste a los cielos?
La hija, que ya la conocía, le dijo:
-Sí, pero no encontré a nadie allá arriba y me regresé.

Nauta
De Iquitos viajamos a Nauta sobre las aguas oscuras del Amazonas y bajo la noche estrellada. Nos reciben jóvenes atentos y su cristianismo me hace sospechar el marasmo enajenante del catolicismo.
Pero grande es mi sorpresa al oírlos cantar temas de la guerra civil española y de la unidad popular chilena. Hablan de la lucha de clases y del proletariado. Alejandro Cusianovich les habla de la conciencia necesaria para enfrentarse a las injusticias.
Con el grupo de teatro Kasangari actuamos en Nauta y después en Casisiaco. El regreso es difícil. Los policías se han emborrachado y detienen a algunos jóvenes. La lancha se bambolea sobre el río. Docenas de soldados, muertos de sueño y de hambre, hacen ejercicios en la parte baja mientras su jefe ríe y ordena.
En la baranda de la lancha: sentir la noche fría, mirar el río, guardar la rabia como un petardo silencioso.

Confesión
Mi amigo Jorge Fernandini había sido párroco. Una noche, frente a una botella de vino, me contó cómo dejó de serlo.
-Reconcíliate con Dios -le dije al muchacho moribundo, herido de muchas balas.
-Dios no existe -respondió él-. Y si por casualidad existiera, le escupiría en la cara. Sólo un ser lleno de maldad permitiría tanto sufrimiento.
-Yo enmudecí -dijo Jorge, bebiendo un sorbo de vino-. De pronto se me agolparon tantas dudas y vacíos, recordé los privilegios e injusticias en el clero de los que fui testigo, e inconscientemente imaginé ser yo quien le escupía en la cara a dios. Entonces colgué los hábitos.
Terminó de beber conmigo y salió presuroso de mi casa. Ahora vivía en la clandestinidad y sus amigos y conocidos le llamaban, simplemente, Juan.

La otra guerra
Aquella mañana el hospital de Tarapoto no atendía a nadie.
Desde la noche anterior, más de cincuenta soldados, entre muertos y heridos, llenaban las camillas y los oficiales exigían prioridades.
Los cadáveres ensangrentados, los heridos de balas y explosivos y los mutilados delataban los fragores de la guerra.
El ejército de Morales rodeó el hospital, pero la noticia ya se había extendido: más de cien soldados y oficiales, muertos y moribundos.
Los combates en Campanilla, en Puente Arenas y en otras zonas del Alto Huallaga tenían carácter masivo y retrataban otros niveles de la guerra.
Desde entonces cada día teníamos noticias de soldados muertos, de enfrentamientos con la guerrilla, y veíamos velorios de oficiales por las calles de Tarapoto.
Nada de esto informaban los periódicos de Lima.
Y había mucho movimiento entre la gente.

Colegio
Los alumnos del colegio Weberbauer eran ricos, engreídos e inteligentes. En mis clases de historia olvidábamos las fechas y personajes notables, y estudiábamos y discutíamos sobre las revoluciones rusas, mexicana y china.
En mis clases de literatura leíamos de todo, escribíamos cuentos y poemas, veíamos cine y cada salón tenía un mural donde escribíamos lo que nos daba la gana.
Yo a veces no sabía qué hacer con mi odio de clase.
A los dos meses me botaron. Pero los alumnos hicieron huelga, reclamaron, enviaron comisiones. Mi salida era inevitable.
El último día, mientras yo me retiraba, ellos aplaudieron largo, solidarios.
No pude dejar de emocionarme. Pero las lágrimas recién se me cayeron cuando llegué a casa, nuevamente sin trabajo.

Martín
Casi todo el pueblo de Yurimaguas y de Iquitos conoce a Martín. Cuando lo vi por primera vez, usaba lentes y andaba con la salud maltratada.
Pese a su familia, él asumió las causas populares y estuvo preso varios años. Ahora se dedica al teatro y a los títeres, y también toca la guitarra y canta.
Un día llego a su casa y le digo que hace tres días que no como. Se preocupa, dice qué falta de confianza y me repite varios platos de arroz y de pescado.
Antes de regresar a Lima, me regala la piel de una boa amarilla y un diente de tigre. Y me hace prometer que regresaré a conocer la selva, las noches entre los árboles y el río, la magia maravillosa de ese mundo inagotable.
Y yo se lo prometo.

Lección
Mary Soto pasea con su hijo por las calles de Lima.
Un policía pasa cerca de ellos, acaricia la cabeza del niño y se aleja muy serio.
Mary Soto se detiene. Su hijo le dice con cuidado:
-Mami, ese policía me ha tocado la cabeza.
Y agrega sorprendido:
-¡No me ha matado!

Servicio militar
Jorge Reynoso había estudiado conmigo la primaria. En sus borracheras nos contaba:
-Cuando hice mi servicio en la Marina, me mandaron a Ayacucho. Un día, mientras patrullábamos en las carreteras, vimos a unos campesinos en el cerro de enfrente. Como entrenamiento, mis compañeros lanzaron granadas y morteros mientras el oficial se reía a carcajadas. Los campesinos corrían en medio de las explosiones, pero poco después ninguno se había salvado.
-Yo creí que los sinchis eran los más sanguinarios -dije, con asco.
-No. Nosotros. Los infantes de Marina somos peores. O sea, los mejores.
Yo ya lo sabía y el pueblo también lo sabía.
Y nunca como aquella vez la cerveza me pareció tan amarga y ajena.

Lógica
Gisella levanta la mano, se pone en pie y dice:
-Pero profesor, está bien que hayan bombardeado eso pueblitos. En una guerra no puede haber medias tintas ni tampoco compasión.
Es delgada y rubia y habla claro. Desciende de alemanes y la traen y la llevan del colegio en autos lujosísimos y con guardaespaldas.
-Pero mueren inocentes -digo-. Madres, ancianos y niños inocentes. Son asesinatos en masa como lo hicieron Hitler y Mussolini.
-Pero eran comunistas.
-¿Eso es delito? -dice un alumno.
-¿Y cómo lo sabía el Ejército? -dice otro estudiante-. ¿Acaso enseñaban sus carnés de comunistas?
-Bueno -dice Gisella-, si no eran comunistas, entonces eran madre de comunistas, abuelitos de comunistas y hasta hijitos de comunistas, que tarde o temprano serían todos ellos comunistas.
Es increíble cómo expresa con transparencia todo su instinto y su odio de clase.
Y apenas tiene catorce años.

Entrada
Título de un poema, cuento, novela o lo que sea:
"El día que a Dios le saqué la conchesumadre".

Alter ego
Ricardo se pone serio y me dice:
-Es que en el fondo todas las mujeres son iguales. Es difícil encontrar una muchacha que no sea superficial ni rutinaria.
-Pero hay excepciones -le digo.
-Yo también pensaba así -me dice-, y consideraba a mi compañera como una excepción. Pero el día de nuestro aniversario, cuando teníamos previsto salir, pasear, hacer locuras, me sale con que no puede porque tiene clases y reunión con sus amigos.
-Pero seguramente eran clases y reuniones muy importantes para ella -le digo.
-Ahí está el problema -me dice-. Porque yo imaginaba que lo nuestro era más importante, pero me vi relegado por su rutina.
No pude alegar nada frente a la contundencia de su lógica. Apenas musité:
-Pero ella decide, ¿no?
Nos despedimos.
-Chao, Ricardo -me dice.
-Chao, Ricardo -le digo.
Y nos separamos por caminos diferentes.

Raquel
Se llama Raquel. La conocí por el vóley en Tarapoto. Conversamos poco, de sus pasiones por el básket, por el vóley y el teatro.
Después la dejé de ver varios días.
A veces, días de suerte, nos encontrábamos.
Mientras me hallaba en Yurimaguas, la eligieron Señorita Turismo de Tarapoto.
Es cierto: es bella.
Ya de regreso, no pude verla. Un día antes de mi viaje a Iquitos, en una fiesta, hablé con su amiga. Hablamos de Raquel. Es que a veces las palabras sirven de consuelo, y a mí me daba mucha pena no despedirme de ella.
Aeropuerto en la mañana. Día de suerte.
Allí estaba, radiante, con esa sonrisa que me hacía desear ser dibujante para calcársela en el papel.
-Te llamaré por teléfono -dijo, despidiéndose.
El avión partió recién al mediodía.
Aún espero la llamada.

El compañero
Viajamos a Cacatachi en una camioneta repleta de pasajeros. De pronto un muchacho, nervioso, se puso en pie, le entregó un paquetito al cobrador, saltó a tierra y se perdió de vista rápidamente.
Cien metros más allá del puente de Morales, cerca del río Cumbaza, varias patrullas del Ejército detenían todos los carros y revisaban los documentos de los pasajeros.
Todos sabíamos que el paquetito, envuelto en periódicos, era una pistola. Si la descubrían, todos, igualmente, seríamos llevados al campamento militar de Morales y allí nos despediríamos del sol, de la tierra y de los hombres.
Por eso estábamos nerviosos. Pero no la encontraron y pudimos suspirar aliviados. Nos permitieron pasar a todos, menos a un humilde campesino que, por llevar temprano sus plátanos al mercado, había olvidado sus documentos en casa.

Amigo
Fredy era estudiante y era actor. Lo mataron a sangría fría. Nos habíamos conocido en Huaraz y yo admiré su alta estatura, su voz firme y su amor por la humilde mayoría.
-La única crítica que me importa, es la crítica del pueblo -decía.
-¿En qué pienso? Servir a las masas. En eso pienso.
Cuando me enteré de su muerte, cerré los ojos, Fredy siempre repetía: es que nosotros llevamos la vida en la punta de los dedos.
¿Y nosotros? ¿Acaso la llevamos también en la punta de los dedos?
Pensé: un auto nos atropella en la calle, resbalamos y nos rompemos la cabeza, un súbito asalto a cuchillazos, un derrame cerebral, un tiro errante, una idiota enfermedad, una caída equivocada…
Antes de ponerle el etcétera, hice una larga lista de varias hojas.
Sí. Nosotros también, Fredy.

Laguna Venecia
Vivir en Tarapoto o en el Alto Huallaga es una experiencia violenta y dura. Frente a la laguna Venecia, rodeado de aguajes y calor, reflexiono.
¿Cómo escribir correctamente sobre la guerra? La experiencia nos enseña que la neutralidad es imposible, y que por causas conscientes o inconscientes, por acomodo o real consecuencia, siempre tomamos partido.
Los bandos enemigos necesitan y exigen un periodismo a su favor, que les eleve la moral. Cada uno impone, finalmente, sus intereses de clase.
Lo cierto es que pueden aceptarme un artículo en beneficio del Estado y sus fuerzas armadas. Pero si escribo con otro punto de vista, no sólo me rechazarán el artículo, sino que además seré perseguido o desaparecido.
¿Gajes del oficio? ¿Contradicciones de la libertad de expresión? En el periodismo la ingenuidad no existe, ni mucho menos en la política.
Habría que releer a Clausewitz antes de escribir un artículo, y nuevamente parafrasearlo: el periodismo es la continuación de la política por otros medios.

Wieslawa
-Yo al comienzo no sabía qué quería ser. Modelo. Periodista. Maestra. Un día hice la prueba en televisión de Iquitos. Llevaban a un preso político a Palacio de Justicia, y fuimos con los camarógrafos a entrevistarlo.
Wieslawa, con ese nombre raro que suena a polaco o transilvano, se acomoda en la silla y prosigue.
-¿Es verdad que a Ud. lo han torturado?
Un oficial se incomoda. Tose.
-No -dice el preso-. Me han tratado bien.
-Pero yo le miré los pies y vi que le habían arrancado las uñas. Le miré las manos, y también tenía las uñas desgarradas. Y esa cara, esa mirada, tan cerquita del cadáver.
Ahora Wieslawa es profesora.
Los niños la oyen, y ella hace lo que puede.

Cupos
De Lima a Pucallpa, en ómnibus.
Atravesar la costa, la sierra y la selva del Perú. Una muestra de belleza increíble.
En el camino nos paraba la policía; más allá los militares. Con el pretexto de revisarnos los documentos, nos pedían dinero. La gente protestaba, pero igual: si no, los detenían como sospechosos.
A los policías les dije que era abogado, y me dejaron pasar.
A los militares, que era periodista. Y también me dejaron pasar.
No les di ni medio a esos miserables.
¿Pero y los campesinos, y los obreros, y los pequeños comerciantes, y los jóvenes, que no sabían o no podían mentir como yo?

Charla
Bebimos una gaseosa fría con Marnith y su amiga que me acababa de presentar, Marita.
Hablamos de teatro y enseguida de política.
-Si te contara mi vida -decía Marita-. Cuando trabajaba en el Sisa vi a los emerretistas con su armamento moderno y a su jefe Polay en un carro moderno en plena selva. Ellos tomaron la ciudad y trataban de llevarnos a su grupo. Yo era muy discutidora y no tenía pelos en la lengua. Por eso el mismo Polay se acercó a preguntar si ya me había decidido. Le dije que no.
-¿Ah, sí? -dijo Marnith, sorprendida.
-A todos sus integrantes les pagaban en dólares y te aseguraban tu familia. Yo, que andaba en crisis, qué más quería. Pero no. Sería igual que los policías, ¿no?, que venden su alma por monedas.
Yo la miraba con admiración. Hablaba con claridad y parecía una mujer de armas tomar.
-Me vas a invitar a tu teatro, ¿no, amigo? -me dijo al despedirme-. A mí mucho me gusta el teatro. ¿Me aceptarías en tu grupo, si me decido?

Merecimientos
Mientras volvía de Pucallpa a Lima por la carretera, vi una hilera de helicópteros artillados regresando a su base: volvían de bombardear pueblos y comunidades enteras en su impotencia por hallar a la guerrilla.
Un año después, casi todos los helicópteros habían sido destruidos, según versión oficial, por accidente.
Hace unos días, murió acribillado en Lima uno de los mejores pilotos que participó en los bombardeos.
A esas alturas, el gobierno ya no pudo declarar que la muerte del piloto había sido un accidente.

Jerzy
Hace tres meses que no veo a mi hijo. Se llama Jerzy y tiene la costumbre de abrirle los brazos a todo el mundo. No sabe de discriminaciones y es inevitablemente muy querido.
Va por un año y medio. Confieso que lo extraño a rabiar, con algunas lágrimas de fondo. Le dibujo igual que su foto de primer año, con su gorrita de rey de puntas de papel.
Un día cojo el plumón y, como quien pinta bajo las sombras de la noche una consigna, escribo al lado del dibujo:
"¡Viva Jerzy!"
Hoy me entra algo de nostalgia. Escribo más abajo:
"Estaremos juntos muy pronto".
Y me vienen las lágrimas como una acusación en la que no caben las disculpas.

Huida
La última vez que vi a Jorge Reynoso estaba pálido, nervioso y fumaba seguido. Me dijo:
-Me están siguiendo. Creo que me van a aniquilar. Ayer me enteré por el periódico que habían matado a tres de mi promoción y a dos oficiales.
Hablamos poco. Me contó de algo que le quitaba el sueño. En Huanta habían detenido a un campesino, le hicieron cavar un hoyo y allí lo enterraron con la cabeza afuera. Lo interrogaron a golpes, pero el campesino estaba mudo. Entonces a una señal, entre todos, dispararon sobre su cabeza y se la despedazaron.
No podía dormir y ya ni el cigarrillo podía calmarlo. Tampoco encontraba trabajo.
Desde entonces no lo he vuelto a ver.

Poesía
Hoy es su cumpleaños.
Le he escrito tantos poemas que hoy, que es su cumpleaños, no puedo hacerle uno.
Vaya uno a saber las cojudeces que nos suceden.
Hace un calor pesado aquí en Iquitos.
-A veces, es verdad -me dice la mano inútil-, los poetas no podemos ser poetas.
¿Y quién ha dicho que somos poetas, nosotros, chambones de la palabra?
Tendré que ir, tendré que decirle:
-Discúlpame, te lo debo.
Pero tendríamos toda la noche para los poemas que sólo nuestros cuerpos saben, pueden escribir.

Dios
A los siete años, bajando por los acantilados de Barranca, hacia donde el mar estrellaba sus olas inmensas, le dije a Dios:
-Quiero volar como los pájaros. Dame una oportunidad y seré tu mejor creyente.
Hice el intento, pero seguí clavado en tierra.
-Mira, Dios -le advertí-, a ti nada te cuesta, ¿comprendes?
Hice el segundo intento y tampoco pude elevarme.
-Si no vuelo esta vez -le amenacé- palabra que te mando a la mierda y que sólo los cojudos sigan creyendo en ti.
Salté, y caí a tierra.
Fue ese día que me peleé con Dios, ese fantasma que mi madre había creado en mi cabeza.

Vásquez Izquierdo
Subimos al segundo piso de su casa. Rodeados de libros, y de la luz de la tarde filtrándose por la ventana, hablamos. Literatura. Política. Su voz es suave y él es atento, despierto, muy sensible. Le digo:
-Con su novela, con 'Río Putumayo', usted tuvo un buen comienzo. En ella vibra la fuerza de un Dostoievski, de un Arguedas.
Jaime Vásquez Izquierdo sonríe. Me explica que quizá se deba a una enfermedad común: neurosis, angustia vital.
-Y pensar que Milla Batres me invitó a Lima, con pasajes pagados, para firmar el contrato de edición de mi novela… Pero Washington Delgado, que era el asesor literario, dijo que mi novela era impublicable. Le pedí explicaciones, y empezó a tontear, a evadirse. Me enteré que lo hacía para favorecer la publicación de la novela de un amigo suyo. Quizá si Milla Batres hubiera publicado mi novela entonces, otra hubiera sido mi vida.
Conversamos largo sobre literatura. Le hablo de mi interés por las nuevas novelas de Miguel Gutiérrez.
-¿Cómo dijiste que se llama su primera novela?
-El viejo saurio se retira -respondo.
-Esa fue. La novela que prefirieron a la mía.
Siento que algo me golpea adentro.
Anochece.

Primer día
-Tú te vas a ir -me dice ella.
-Por eso cuando estoy contigo lo vivo como si fuera el último día que te veo -agrega.
Yo le acaricio las manos. Son muy pequeñas y delgadas.
-Mejor sería -le digo- que lo tomes como si fuese el primer día.
Ella me mira con sus ojos grandes.
Piensa, y dice:
-Qué más da. Igual te vas a ir.


Albañiles
La última vez que trabajé de albañil fue al término del verano en Lima. Cada sábado, inexplicablemente, sentíamos la necesidad de unas cervezas. Aquel último día me emborraché completamente y recuerdo, en forma vaga y nebulosa, haber comido anticuchos mientras me quejaba por una vida inestable y sin rumbo.
Ya había terminado Derecho y acababa de abandonar mis estudios de Lingüística.
Al terminar la secundaria yo quise seguir Ingeniería Nuclear, pero se impuso el consejo paterno. Después me di cuenta de que siempre había sido escritor, desde que, mal escritos, me ganaba la fama ante mis amigos con mis cuentos de amor.
Llegué a casa no sé cómo.
Era mi último día de trabajo y acababa de gastarme todo mi salario en semejante borrachera.
Desde entonces no puedo divorciar la idea del albañil con sus cervezas de fin de semana.

Aves
Cuando vuelan en lo alto del cielo parecen aves bellísimas. Uno piensa en el águila o en el cóndor de los Andes.
Sus negras siluetas se perfilan a lo lejos como saetas o suaves planeadores.
Pero cuando bajan a tierra todo el encanto desaparece. El pico largo y afilado husmea la comida y caminan a saltos de borracho. Luego se introducen entre la basura y dan inicio al desayuno.
Se los ve por todas partes.
Hay cientos de gallinazos en Iquitos.

Plaza de armas
Me siento frente a la plaza de armas a admirar cómo muere la lluvia. De pronto la gente se arremolina junto a mí. Comentan, sonríen.
Una pareja, con una niña detrás, discute. La mujer golpea al hombre y le tira de los pelos. La niña parece llorar.
De repente el hombre hace un amague de golpe, la mujer se cubre el rostro y el hombre aprovecha para correr a toda prisa. La mujer inicia la persecución, y detrás la niña.
La gente a mi lado ríe a carcajadas.
A pesar de todo, la lluvia es un bellísimo espectáculo, golpeando la pista y la vereda con sus manos infinitas.

Justicia
Sentí hambre al mediodía y sólo me alimenté con el aroma del guiso y el sonido de las cucharas sobre el plato provenientes de la casa del vecino.
Hace muchísimos años un hombre rico enjuició a un hombre pobre acusándolo de haber consumido el olor del guiso de su cocina, exigiendo la recompensa por ese consumo en monedas de oro. Pero un famoso abogado auxilió al hombre pobre. Pagó lo pedido haciendo sonar las monedas de oro. Era justo: el ruido del dinero por el olor del guiso.
Por suerte mi vecino no era rico ni avaro, nunca nos habíamos visto las caras y además yo ya me sabía el cuento.

Cecile Magne
En Manacamiri conocí a Cécile Magne. Es francesa y habla bien el español. No le pregunté si era médico o enfermera, pero trabajaba en Médicos del Mundo repartiendo salud y una alegría desbordante.
En su fiesta de despedida, antes de su viaje a Francia, bailamos y charlamos.
-Ayer conocí -le digo- a un tal Galicia. Tenía tuberculosis y se moría en las calle. Pero tú lo encontraste, lo curaste y ahora él y muchos otros te adoran.
Cécile me mira con sus ojos azules. Ríe siempre y contagia su alegría.
-Norman Bethune fue un médico canadiense que ayudó en la revolución china. Tú ayudas acá, Cecilia.
-Y tú me alzas mucho -dice ella, sonriendo con ternura-. ¿Sabes que ya tengo el vértigo?
Después, me escribe una carta desde Francia. Dice que se va al Africa: hay tanto por hacer todavía.

Obreros
Casi todas las calles de Iquitos estaban siendo pavimentadas y a diario aparecían y desaparecían camionadas de arena, bolsas de cemento, obrero, albañiles.
Era increíble semejante movimiento.
Un día el gobierno regional declaró feriado y se suspendieron las clases y se cerraron las oficinas públicas.
Pero los obrero continuaban trabajando.
Yo caminaba a dictar un taller de narrativa y poesía para los niños de una escuelita, y me crucé con un grupo de obreros. Tenían los ceños fruncidos y las caras descontenta. Todavía alcancé a oír la rabia de uno de ellos:
-Pero a esos recontralachuchasumadre les importa un pincho lo que el gobierno decreta.
Hacía un calor insoportable.

Infantes
-Llegaron los infantes de Marina a la base de Nanay -dice Marcela-, y a la noche hicieron marcha de campaña hasta Nauta, en donde ingresaron a punta de granadas y disparos.
Cierro los ojos. Quiero cambiar de tema y le pregunto cuánto le debo por el cuarto. Marcela estudia y trabaja y me atiende cuando me golpea el dengue. Fidel, su compañero, cuenta chistes a lo lejos. Ella sonríe.
-Nada -dice Marcela-. Más bien disculpa la pequeñez.
Le digo que si no me cobra, me quedo en Iquitos. Pero tengo el boleto de avión entre mis manos, y no insisto.
Sin embargo, me gana la curiosidad. Es cierto, algo he oído sobre detenidos, robos y abusos allá en Nauta. Le pregunto a qué todo el ajetreo de los Infantes de Marina.
-Eran puras prácticas -dice Marcela-. Pero lo hacían de verdad, golpeaban a los pobladores y se llevaban sus cosas.
-Pero por qué -digo.
-Los mandaban al Huallaga a combatir a la guerrilla -dice Marcela-, y se estaban preparando.

Interrogante
Cada vez que insistentes, tercos, jodidos, tocaban a la puerta de mi casa, les decía:
-Disculpen, estoy ocupado. No creo en Dios ni en esas vainas. Con permiso.
Y ellos, sin soltar la presa:
-¿Pero por qué no cree en Dios?
Caía en su juego y les daba una larga explicación y ellos me citaban los evangelios y yo los mandaba al carajo.
Un día descubrí el secreto.
-¿Por qué no creo en Dios? Mire, yo nací sin creer en nada, soy normal. La idea de Dios me la metieron en la cabeza sin permiso y con violencia. Su pregunta está mal hecha, yo se la corrijo. ¿Por qué ustedes creen en Dios?
Ellos no supieron qué decir. Creo que se atoraron. Balbucearon algo incomprensible y se fueron.
Al fin, casi grité. Yo no era sádico, pero cómo gozaba de verlos confundidos.

Poemas
El le había regalado un poema y, muchos días después, ella le respondió con otro. Eran amigos y cada uno tenía su pareja. Pero los poemas decían mucho más de lo querido y se intuían otros cosas.
Era difícil predecir qué pasaría.
Un día se entera de que ella viajaría lejos y por largo tiempo, y decide ir a verla para hablar sobre sus poemas y aclarar el asunto.
Conversan largo sobre otras cosas y se miran.
La hora de definiciones ha llegado. Pero también aparece, inesperadamente, el novio de ella y todo se derrumba.
Se despiden en la calle y postergan, entre risas, entre miradas largas y rápidos abrazos, en otra ciudad y bajo otro cielo, el encuentro.
Un día para ser vivido varias veces.

Trabajo
Cuando sentí la falta de trabajo y el hambre me acosaba ferozmente, pensé en trabajar de obrero porque, según decían, pagaban bien la semana.
Los obreros trabajaban construyendo las calles de Iquitos. Sus espaldas desnudas y sudorosas bruñían bajo el sol inclemente que se me antojaba una tortura. Me vi débil, indefenso frente al calor y a los increíbles esfuerzos de los obreros.
Pero yo no podía acostumbrarme a los desayunos ausentes y, por otro lado, jamás consideré indigno trabajar de obrero. Escribía docenas de artículos, pero no me los publicaban los periódicos.
En fin, me decidí por probar.
Aquel mismo día me dirigí a buscar vacante. En el camino cambié de idea: un obrero yacía, auxiliado por sus compañeros, desmayado, mientras el calor arreciaba imperdonable.

Cioran
-Quiero suicidarme -dice el hombre.
-Espera, calma, -dice Cioran-. El suicidio es un acto afirmativo y puedes hacerlo cuando te dé la gana. ¿Para qué apurarte?
El hombre se calma. Baja los seis pisos y sale a la calle. Sonríe: es libre, puede elegir, puede matarse cuando quiera. Ese Emile Cioran es un gran filósofo.
De pronto le asalta una duda: ¿y si la muerte, sin respetar su voluntad, lo coge antes que él lo quiera?
El hombre gira sobre sus talones y vuelve a subir las escaleras.
-Es que la vida no tiene sentido y vivimos sólo para morir -dice Cioran-. El suicidio es la única libertad auténtica qu tenemos en la vida.
El hombre se calma y vuelve a bajar los seis pisos. De pronto se detiene y otra interrogante lo sacude.

Cuñumbuque
A veces, o casi siempre, uno no sabe cómo va a reaccionar el público. Cuando de Tarapoto viajamos a Cuñumbuque, la tierra de Néder Hidalgo, hicimos un largo pasacalle por todo el pueblo anunciando para la noche una función de teatro.
Muchísima gente nos siguió en el pasacalle, admirada por el colorido de la banderolas y el ritmo contagiante del tambor, el pito y las shacapas. Creímos que la función sería un éxito.
Pero a la hora señalada, apenas se aparecieron una docena de niños y un par de adultos. Hicimos la función de todos modos. Después, la trágica constatación: no nos alanzaba ni para el pasaje de regreso.
No por eso perdimos la alegría. Fuimos a bañarnos bajo la luna llena en el río Mayo y luego salimos a pasear y bailamos en las calles.
Néder invitó las cervezas de su parte.
Mañana ya habría tiempo para preocuparse.

Germán
Germán Alvarado pintaba cuadros excelentes de casitas pobres y cielos nublados. Era mal empresario de sí mismo y solía regalar sus creaciones sin remordimientos.
-Este cuadro es magnífico -le dije.
-Te lo obsequio -me respondió.
Tuve rabia de no poder retribuirle en esos momentos con un poema.
Unos años atrás Germán había viajado y vivido en Leticia y Tabatinga, donde trabajaba de obrero y adquiría, según él, experiencia. Ahorró mucho y regresó a Iquitos cargado de dinero, para iniciar nuevos proyectos.
-Pero cuando uno es aventurero y tiene un montón de planes en la cabeza, la plata se evapora -dijo Germán.
-¿Y ahora? -le dije, por decir algo.
-Igual -me dijo-. Nada en los bolsillos, todo en la cabeza.

Obsequio
Si a mí me pagaran por todo lo que escribo, hace tiempo que sería rico. Pero he tenido tanta mala suerte en los trabajos que, si los conseguía, me echaban, renunciaba, casi enfermo: nunca duraba.
Por eso no tenía plata para hacer regalos. En cambio, les obsequiaba mis poemas. No eran gran cosa, pero me los recibían.
Cumpleaños de Rosita Wilson. Tomo una hoja en blanco y escribo.
-Gracias -me dice ella, acariciando el poema-. Nunca he recibido poesía entre mis manos. Y yo amo la poesía. Gracias. Es mi mejor regalo.
Al salir a la calle todavía guardo el recuerdo de su beso. Y miro a la gente. Ojalá la poesía pudiera hacer cosas mayores. Pero tenemos una obligación primera: acabar con el hambre, acabar con la tristeza. Y rendirle honores a la vida.

Iquitos, octubre 1991


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