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A
Shandrina Crossetti, en Iquitos
La Escuela
A veces daba pena ver el local abandonado, las carpetas rotas, los baños
sucios y las paredes de los salones cayéndose a pedazos en Bellas
Artes.
Y a pesar de la pobreza, del abuso de algunos profesores que vendían
notas, los estudiantes se inventaban pinceles, telas y bastidores, y si
no había óleos, creaban pinturas con tintes naturales.
Las clases en las calles, las plazas o las orillas del Itaya eran las
mejores, las inolvidables. No eran clases, en realidad. Eran reuniones
con amigos en las que mirábamos las aguas y los botes, la luz y
la gente, y las dibujábamos o pintábamos como si nacieran
nuevamente con nuestros colores.
Shandrina
Con Shandrina salimos de Bellas Artes hacia el bulevar. Era de noche y
la gente paseaba y lo miraba todo. Bebimos una cerveza mientras ella me
contaba sus tristezas y uno quería que todo el dolor del mundo
se hundiera en ese río Amazonas que cada día se alejaba
más de la ciudad.
Ella se aguantó las ganas de llorar. Reía, más bien,
aunque el dolor sacudiese su memoria. Cuando nos despedimos, había
luna llena. Era una luna inmensa, muy roja, como enojada contra tanta
pena acumulada. Era una luna hermosa y solidaria.
El proceso
Según Franz, a Joseph K. lo acusaron de algo que nunca se supo
y lo ejecutaron por ello. Y una crítica literaria y una novela
mías me procuraron la denuncia de un periodista tan corrupto como
pésimo escritor por aguarle la fiesta de vaca sagrada.
No fue algo extraordinario. Por lo menos a Vargas Llosa le quemaron sus
libros y a Jean Paul Sartre le reventaron cargas de explosivos en su casa.
Por eso no me pareció heroico aguantarle el circo a esos jueces
que interrogaban y sentenciaban en favor de sus amigos.
Pero Palacio de Justicia ardió, y hubo que reírse de sus
infamias y de todos sus expedientes carcomidos por la injusticia.
El mural
Para el aniversario de Iquitos la alcaldía nos aprobó el
proyecto de un mural de cincuenta metros que retrataría la historia
amazónica. Sólo una atingencia: que ese sol que anuncia
el amanecer en nuestro proyecto no parezca tan rojo, por favor.
Clíver, Pablo, Carlos, Héctor y yo cargamos con andamios
y galones de pintura y empezamos a lijar, lavar, espatular, dibujar y
pintar los fines de semana. Inevitables cervezas y gaseosas nos acompañaban,
y una tarde Shandrina se dio el trabajo de traernos baldes con refrescos
oportunos.
Desde una tinaja atravesada por una espada, la sangre se derramaba en
olas por la invasión española y formaba una bandera rojiblanca
junto a un indígena amazónico musculoso y firme. Y al final,
las canoas y lanchas enrumbaban hacia el amanecer, donde se alzaba un
sol inmenso. El sol fue primero amarillo, para hacerle caso al alcalde,
pero le agregamos naranja, y luego rojo, más rojo, y se quedó
finalmente con ese hermoso color de la rabia y la esperanza.
La charla
-¿Por que a los loretanos siempre nos tratan como si no fuésemos
peruanos? -preguntaba un niño en las calles de Iquitos.
-Porque el gobierno siempre trata a los peruanos como si no fueran peruanos
-respondía otro niño.
-Hay que ser extranjero, entonces, para que nos traten como peruanos.
-Hay que ser gobierno, más bien, para volver a ser peruanos.
El grito
Al lado de mi casa se alzó un grito largo. Luego el llanto.
El dictador había firmado la entrega de territorio peruano al Ecuador
y el regalo de Tiwinza. Los hijos de tantas madres habían muerto
inútilmente.
La voz decía:
-Mi abuelo murió defendiendo al Perú en la guerra del 41.
Y su dolor hendía el aire y caminaba tumultuoso con el viento.
El dictador
De pronto, una noticia nos cayó de sorpresa. En una clínica
de Londres la policía inglesa había arrestado al ex dictador
Augusto Pinochet.
Leímos dos veces la noticia, ajustamos las radios, aclaramos las
imágenes de los televisores. ¿Era cierto?
Un juez español lo perseguía por todo el mundo, acusándolo,
entre otras naderías, de genocidio. Chile saltaba de júbilo
y de cólera. Los peruanos mirábamos hacia nuestro dictador.
¿Acaso las dictaduras ya no podrían asesinar impunemente?
Fujimori nos pareció más débil, menos poderoso. Una
serpiente de papel.
La memoria
En esos días los diarios publicaban los crímenes de Pinochet.
La televisión pasaba las voces de los generales golpistas cuando
asaltaron la Casa de la Moneda.
Allende había sido asesinado, rematado a tiros por cada uno de
los militares que subieron a prenderlo, y su cadáver quedó
con el rostro destrozado a culatazos.
Pinochet había dicho:
-Métanlo en una caja y mándenlo a Cuba...
Ordenó la ley marcial. La grabación de su voz lo repetía,
y sin mirar mirábamos al monstruo. Y al mirarlo, mirábamos
a nuestro dictador de turno.
Castigo
Alfredo García fue mi alumno en Bellas Artes. Su patrulla había
sido una de las primeras en ir al Cenepa y defender la frontera.
-En el primer enfrentamiento matamos quince ecuatorianos y tuvimos cuatro
bajas. Después, condecoraron al teniente que nunca estuvo con nosotros.
A mí, que era sargento y comandaba la patrulla, ni me nombraron.
Hace poco a su hermano lo encontraron muerto junto a la aleta de un árbol.
Hacía el servicio militar y tenía sus tres meses de fallecido
en plena selva.
-Picadura de víbora -conjeturó Alfredo-, mina antipersonal,
qué sería. Yo me salí del ejército a tiempo.
Es que hay mucho abuso, demasiada injusticia. Por eso creo que a mi hermano
lo mataron con un castigo. Pones las rodillas y las manos sobre el piso,
y esperas la patada. Si no aguantas, se te rompe el hígado, las
costillas o el estómago. Por eso servir a la patria es como servir
al enemigo. Te sacan la puta madre por las huevas.
Los soldados
Por la noche el periodista Hildebrandt presenta a tres ex combatientes
de la guerra del Cenepa. Son jóvenes y la rabia se les refleja
en la mirada. Ellos arriesgaron sus vidas y vieron morir a sus compañeros.
La traición de Fujimori les penetra el alma. Se sienten humillados.
Dos de ellos explican, protestan, expresan su cólera con palabras
sencillas. El tercero se dispone a hablar. Titubea. Se queda mudo. Y una
lágrima de impotencia asoma acusadora hacia la pantalla de televisión.
También nosotros nos quedamos mudos.
Don Pancho
Yo conocí a un ex combatiente del 41. Se llamaba Francisco Almeida
y era padre del poeta Armando.
Sus ojos grandes miraban limpiamente y hablaba cuidadoso, cómplice.
No hablamos de la guerra. Nuestros temas fueron los viajes, las mujeres,
las anécdotas curiosas. Mientras esperábamos a Armando,
llovía. Los verdes relámpagos empujaban aguas y vientos.
Murió poco antes de año nuevo. El Estado o el ejército
al que sirvió no se acordó de él.
Ese mismo día murieron tres jóvenes ebrios y de familia
acomodada, cuya motocicleta se había estrellado contra una pared.
Fue inmensa la atención que recibieron. Toda la prensa y la ciudad
entera no comentaron otra cosa.
Francisco Almeida se fue en silencio. Héroe del olvido.
La alcaldesa
Una tarde almorzamos con Manuel Mosquera en casa de Delicia Manzur. Ella
servía y hablaba dulce, reilona.
Su padre nos mostró la mano.
-Aquí me mordió la shushupe, y en el brazo también.
Sobreviví dos veces a la muerte.
Manuel en cambio hablaba lento y sus anécdotas se perdían
entre nuestras risas.
Delicia miraba lejos y tenía sueños para cambiar la educación,
para torcerle el cuello y hacerla nacer de nuevo.
Años después fue candidata a la alcaldía de Punchana,
y ganó. Increíble ver a Delicia de alcaldesa.
Nunca la visité. Los amigos me contaron después historias
de su metamorfosis. Martín Reátegui me dijo que la encontró
en Quistococha y se acercó a saludarla.
-Hola, Delicia, cómo estás.
-Un momento -dijo ella-. Estás con la Señora Alcaldesa de
Punchana. Así que más respeto.
Yo la encontré más adelante, durante una graduación
en la universidad. Charlamos un poco. Me siguió la conversación
y, pura fórmula, me invitó a visitarla.
La sorpresa vino después.
Fue candidata a la alcaldía de Maynas por el dictador. Los que
la conocíamos nos sentimos estafados. ¿Por qué ella?
La tristeza tuvo que llegar.
Durante la explosión popular, los manifestantes asaltaron la municipalidad
de Punchana, la saquearon y quemaron. Verían en Delicia a Fujimori,
y atacaron el símbolo. Llegaron a su casa, la apedrearon, se llevaron
lo que pudieron y destrozaron todo.
Delicia se quejó a la prensa. Había pedido ayuda a la marina
y la policía, y ellos se habían negado. ¿Así
le pagaban su apoyo al gobierno?
Las palabras
Al poeta Fernando Fonseca la ira le quemaba las pestañas.
-Chino de mierda -decía.
-Cómo puta va a regalar nuestro territorio -decía.
-Yo me quedé a dormir en la plaza 28 de Julio -decía-, y
vi arder el hotel Río Grande, y después el Palacio de Justicia.
Lo quemaron todo, carajo, todo. Ese Palacio de Justicia donde estaban
los delincuentes con corbata.
Le conté que en mi época de estudiante universitario los
sanmarquinos quisimos incendiar varias veces el Palacio de Justicia de
Lima.
-Pero las bombas lacrimógenas y las balas -me excusé-. En
cambio ustedes sí pudieron, pendejos.
Días después, el presidente de la Corte Superior dijo cómo
era posible, se habían quemado archivos irrecuperables de la historia
de Loreto, los primeros expedientes de los caucheros, la memoria de nuestro
pueblo.
Nosotros nos reíamos.
Y es que sabíamos que ese archivo húmedo y comido por las
ratas, que nadie podía visitar ni estudiar, guardaba la vergüenza
de Loreto.
Los juicios inútiles a los caucheros, comerciantes y traficantes
de todo tipo, porque ellos compraban el poder.
La mentiras y obsecuencias de jueces y abogados, que humildemente le ofrecían
el culo al asesino Arana para mantenerse en sus puestitos.
Porque el poder lo tenían los caucheros y comerciantes. Porque
el genocida Arana fue alcalde de Maynas a comienzos de siglo, presidente
de la Cámara de Comercio, senador de la República, y ni
siquiera un comisión judicial venida desde Lima pudo contra él.
Palacio de Justicia ardió con su sótano y sus tres pisos.
Yo había abandonado la abogacía porque me convencí
de que la justicia no existía en el Perú, y que los abogados,
jueces y fiscales eran los vampiros del pueblo.
Pero cuando vi que ardía el Palacio de Justicia de Iquitos pensé
que sí, acaso la justicia no era tan invisible como yo creía,
y que tenía un único, caluroso y rotundo color popular.
Y no sé, pero aquella noche amé a mi mujer como nunca.
Desde atrás
Daban ganas de decir que todo había comenzado con el tratado de
paz con Ecuador. Pero en realidad había comenzado mucho antes.
El 22, en secreto, el presidente Leguía había cedido, vendido
o regalado ocho millones ciento treinta mil hectáreas a Colombia,
con todos sus habitantes peruanos.
El pueblo de Loreto se armó de coraje y fue al rescate de Leticia,
poblado peruano en el bajo Amazonas, y tomó la ciudad. Pero el
ejército peruano hizo lo contrario. Retomó Leticia, arrestó
a los peruanos sublevados, arrió la bandera rojiblanca e izó
la colombiana.
Esa herida jamás pudo cerrarse.
Y aunque no había resentimiento contra los colombianos, sí
lo había contra un Estado corrupto y traidor a su propio país.
Luego, la campaña contra Ecuador el 41, y los combates aislados
que se acumularon con los años, hicieron de Ecuador un pueblo resentido
contra el Perú, y de Loreto un pueblo listo, año tras año,
a enviar a sus hijos al sacrificio en la frontera.
Los vampiros
La producción de petróleo no convirtió a Loreto en
una región rica y próspera. Como no hicieron rico a Cerro
de Pasco sus inmensos yacimientos mineros. Ni a ninguna región
peruana, que sufría la extracción desalmada sin que las
ganancias volvieran a la tierra que las producía.
En otras palabras, la gran burguesía peruana, centralizada en Lima
y compuesta por peruanos de orígenes distintos y extranjeros, le
ganó la guerra a las burguesías provincianas, generalmente
oportunistas y de pocos alcances, dispuestas a contentarse con un canon,
reducción de impuestos y facilidades tributarias y aduaneras.
Sin rostro
-¿Por qué la burguesía local no pudo construir las
bases de una industrialización en la amazonía? -pregunta
Mosquera.
La respuesta no puede ser más obscena.
-Los grupos de poder se formaron -responde Mosquera-, y aun ahora se mantienen,
gracias al narcotráfico y al contrabando. Rita Haring tenía
razón al llamarlos lumpen-burguesía.
-Por eso los dirigentes políticos no aspiraban a otra cosa que
al usufructo del poder mediante coimas, regalías y toda forma de
goce de tesorería -expone Mosquera. Y remata:
-La burguesía regional carece de rostro propio. No tiene ambiciones
ni proyectos de desarrollo. Pero es ella la que se alía al pueblo
que exige autonomía. Para ser elegida y manejar los fondos públicos.
Para convertir en miseria la pobreza. Para, en fin, dejar que el pueblo
haga la historia y ella la disfrute.
Las razones
Cuando empezó a arder Palacio de Justicia, a los jóvenes
se les iba los ojos al ver tantas computadoras, teléfonos y máquinas
de escribir, y algunos cargaron con ellas.
Pero afuera estaban los que ponían orden, los que explicaban que
no habían venido a robar sino a demostrarle al dictador que los
loretanos tenían los huevos bien puestos.
Entonces arrojaron las máquinas contra el piso hasta que se hicieron
pedacitos y las quemaron todas.
Las calles
Varios policías se armaron de valor y se enfrentaron al iracundo
pueblo.
Los palos, frutas podridas, pedazos de ladrillos y cascajo empezaron a
llover, y los uniformados retrocedieron, corrieron, con las calles llenas
de gente persiguiéndolos entre gritos y carcajadas.
Sociedad
Un capitán de policía vestido de civil disparó a
quemarropa y el hombre cayó. Los sublevados se detuvieron un segundo,
sorprendidos por el estruendo.
Enseguida reaccionaron, persiguieron al asesino, quien corrió de
la mano de una mujer hasta la iglesia y el cura los hizo pasar rápidamente
y cerró el portón.
Afuera la gente gritaba y aporreaba las puertas indignada. Por un instante,
la suerte de la iglesia matriz se encontró en manos de alguien
que dijo 'no' cuando un grupo propuso quemar la iglesia.
El capitán de la policía ya había salido por la puerta
trasera.
Nuestros rostros
Las calles tenían los colores que la gente quería ponerle.
Nuevamente el pueblo era dueño de su ciudad. Ardió el edificio
del gobierno regional, donde se tejían los contratos de construcción
con el debido porcentaje para el dictador. Ardió el local de pesquería
y la biblioteca del archivo regional.
La televisión nos mostró a la gente corriendo, gritando,
saltando, incendiando los locales del gobierno.
Algunos salían de sus casas a mirar lo que pasaba y se demoraban
horas, se metían en las marchas y de pronto estaban gritando a
todo pulmón contra la dictadura y en favor de Loreto.
El desquite
Un enojado policía cogió a un niño que corría
eufórico entre los manifestantes y lo metió a rastras en
su casa. La gente lo vio y se acercó. Apedrearon las ventanas,
arrancaron la puerta y se metieron. Al policía lo agarraron a puñetes
y patadas, y mientras le pegaban, el niño se escabulló por
entre tantas piernas y gritos.
Afuera habían roto el cajero automático del Banco de la
Nación y los billetes de colores comenzaron a correr de mano en
mano, hasta que desaparecieron entre tantos bolsillos sedientos y caritas
súbitamente ilusionadas.
Banderas negras
Las banderas negras empezaron a imponer su dominio regionalista. Junto
a la rojiblanca, la bandera negra no dejó de flamear por el luto
de la entrega de Tiwinza y otros territorios a Ecuador. Iquitos semejaba
una ciudad anarquista.
La estatua de Fernando Lores, en medio de la plaza que llevaba su nombre,
lucía con ambas banderitas flameando bajo el calor inclemente de
la amazonía. También los negocios yacían embanderados
con el luto adelante para mayor seguridad.
Imagen
Una noche, durante una práctica de fotografía en Bellas
Artes, paramos la sesión y nos quedamos con la vela encendida y
la cámara dormidita. En los otros salones todavía resonaban
los dictados de los profesores y el calor castigaba a todo galope.
Hablamos de tantas cosas en ese silencio. Karina, de pronto, empezó
a contar.
Había intentado suicidarse de pequeña, sus padres se peleaban
y sus hermanitos y ella sufrían los golpes malvenidos. Había
más en sus palabras y en su mirada. Sus lágrimas estallaron
ante la luz de la vela, y éramos niños que compartíamos
los caprichos de la memoria inoportuna.
Voces
Al comienzo, me encontraba en el teatro en pleno festival universitario.
El grupo Huayruro ponía 'Voces' en escena, y para mí resultaba
macanudo mirar mis propios poemas en la voz de esos muchachos que bailaban,
cantaban y se movían buscándole el ritmo secreto a la palabra.
Casi al final la noticia corrió de boca en boca. Cuando salimos,
la ciudad estaba a oscuras, los motocarros corrían como locos y
la gente caminaba sorprendida y curiosa entre las calles que habían
tomado repentina actividad. En Iquitos había amanecido aquella
noche.
La visita
Los diarios, la tv y la radio dieron rápidamente la versión
que coincidía con nuestras miradas. Con Magaly salimos temprano
a recorrer las calles. Restos de vidrios, maderas rotas y cascajo estaban
regadas por las pistas. Un auto incendiado yacía cortándonos
el paso hacia la plaza 28 de Julio. También la policía nos
impedía caminar, pero desde la distancia podíamos ver el
Palacio de Justicia y parte del hotel Río Grande quemados.
La gente comentaba. Se reía. Y por las calles se respiraba un airecillo
a dignidad recuperada.
Imagen de ciudad
Por la Próspero pasó un grupo de manifestantes. Era temprano
en la mañana. Varios comercios habían sido destruidos y
saqueados. Las banderas negras ondeaban en lo alto de las casas comerciales,
cerradas o semicerradas.
En la plaza de armas los manifestantes se congregaron. Alguien lanzó
un discurso. Una inmensa bandera negra se izó en lo alto del asta
oficial de la plaza. Se oyeron hurras, vivas a Loreto y muerte al dictador.
Una hermosa muchacha tomaba fotos y pedía disculpas a medio mundo.
Era modelo y parecía admirada, sorprendida.
Rápidamente el grupo avanzó por otra calle y sus voces siguieron
oyéndose a lo lejos. A esa misma hora cientos de policías
de asalto aterrizaban en el aeropuerto enviados desde Lima.
La cólera
Los ministros de la Presidencia y del Interior habían arribado
a Iquitos y organizaron una manifestación contra el Frente Patriótico
de Loreto. Este reaccionó rápido. Se hicieron las reuniones
pertinentes, las órdenes secretas, los grupos necesarios. Era de
tarde.
Unos activistas cerraron algunas calles, otros capturaron la bandera de
la reunión gobiernista, y los últimos tumbaron los equipos
de sonido. Hubo roces, gritos, insultos, empujones, amagos de pelea. De
pronto, la gente acudió. No se sabía cómo. La marcha
estaba dándose. Dijeron que los ministros estaban en el hotel Río
Grande, y ahí acudieron. Una camioneta oficial salió estrepitosamente
y arrolló a abuela e hija. Las dos fallecieron. Fue la chispa.
El hotel fue apedreado e incendiado. La gente corrió hacia el gobierno
regional y, más tarde, hacia el palacio de justicia. Ya era de
noche. Así había empezado todo, ese 24 de octubre de 1998,
cuando los hombres se vistieron de dignidad y de furia.
Los hombres
Los periodistas de la dictadura se pusieron de acuerdo: la asonada loretana
fue la reacción de gente ignorante, resentida, manipulada. Curiosamente,
los demás periodistas opinaron parecido: todo fue producto de la
infiltración del servicio de inteligencia, que incendió
las instituciones públicas para desaparecer las pruebas del gran
robo del ministro de la Presidencia, anteriormente presidente del gobierno
regional de Loreto.
Es decir, el pueblo loretano carecía de enojo, de dignidad, de
arrebato, de rabia propia y verdadera.
Pero sabíamos que esos estudiantes universitarios que habían
dirigido ocultamente las marchas, esos jóvenes estudiantes, comerciantes
y profesores que habían puesto orden durante los incendios y saqueos,
no necesitaban del crédito de nadie para saber que la ira popular
era sincera. Y auténtica.
Otro regionalismo
Iquitos parecía una ciudad tomada. Los policías venidos
de Lima, dispuestos a apagar los celos loretanos, apuntaban sus largos
fusiles y tenían listas las bombas lacrimógenas.
-Así hicieron -dijo un amigo- no hace mucho: a los policías
costeños los mandaban a la sierra a matar serranos, a los serranos
los mandaban a la costa a matar costeños, y a los charapas los
mandaban a matar serranos y costeños. Así se aprovechan
de nuestro odio regional, de nuestra estupidez.
Los policías apuntaban, provocaban, y llenaban la ciudad con sus
botas infames.
Lechuzas
No todos los loretanos andaban con el hígado revuelto. Algunos
llevaban la panza llena y los bolsillos recargados. El grupo 'Urcututu',
por ejemplo, que reunía a muchachos de origen campesino, exudaban
un raro complejo de inferioridad en sus poemas.
Por los predios universitarios se juraba que trabajaban con inteligencia
de la Marina. Y tal vez por eso ocupaban cargos de asesoría y puestos
docentes, justo desde donde podían cumplir servilmente con el servicio
informativo. Y hasta ganaron premios, los pobres. Y escribían ardientemente
en el semanario Pro&Contra, acaso la publicación más
rabiosa y reaccionaria de la historia loretana.
Buenos muchachos. Es decir, buenos soldados de la corrupción y
el odio contra el pueblo. Y ahí están, vivitos y coleando,
haciendo patria todavía.
Viaje
-¿Y por qué no vamos a Pevas? -dijo Grippa.
-Claro, por qué no -respondí.
Subimos a su bote y pronto, con el viento que azotaba la cara, nos deslizamos
sobre el Amazonas y fuimos navegantes solitarios que bebíamos cerveza
mientras gritábamos nuestras palabras.
En pleno vuelo, una lluvia repentina. Abrí los brazos y recibí
el viento y los goterones entre carcajadas.
-Sólo un loco feliz actúa como tú -dijo Grippa.
Le entendí la intención y brindé por todas las cosas
buenas y malas que la vida aún nos tenía reservadas.
Artistas
Emilio López quería que los alumnos de Bellas Artes de Iquitos
pudieran pintar desde el último piso del inhabitado edificio del
Seguro y le retaran al miedo, o simplemente visitar la morgue para pintar
cadáveres. Clíver Flores, más tranquilo, quería
que sus alumnos volaran con el color, que pintaran lo que fuera, pero
que emprendieran el viaje de los colores apasionados y recién nacidos.
Pepe Morey era divertido y amiguero con sus alumnos, y sabía ser
maestro en medio de sus experimentos figurativos. Nancy Dantas se reía
con su risa franca y amplia, y pintaba cielos y aguas y casitas humildes,
y nuestra admiración por su obra iba pareja con nuestra admiración
por ella. Eran maestros locos y pintores rigurosos. Artistas nomás,
dirían, y brindarían por la vida sin pérdida de tiempo.
Hombres de río
Los amazónicos son hombres de río, pero la gente de la costa
y de la sierra prefiere llamarlos 'charapas', como se llama una tortuga.
Nadie sabe por qué.
Su valentía es histórica. La etapa colonial, que duró
tres siglos en la costa y sierra, apenas existió en gran parte
de la selva. Los indígenas no se dejaron esclavizar fácilmente
por los curas y soldados españoles, y sus rebeliones se dieron
por centenas, casi siempre victoriosas.
Por ejemplo, cuenta Charlotte Seymour que en 1599 unos veinte mil indígenas
al mando de Quirruba tomaron por asalto la colonia de Logroño.
Era medianoche, y la matanza de españoles fue espectacular. Cogieron
al gobernador, lo desnudaron y le hicieron tragar oro fundido hasta que
le estallaron las tripas, a ver si así calmaba su sed de oro.
Las españolas jóvenes estaban bien. Eran el premio.
Ramón Castilla
En la plaza Castilla de Iquitos hay un monumento al libertador de los
negros que mira al Amazonas. La amazonía le rinde homenaje, también,
porque fue el primer presidente que se preocupó por la selva, y
envió barcos para cuidar este territorio olvidado.
Con Manuel Mosquera bebíamos gaseosas en la bodega de don Víctor
Edery, un judío buena gente con quien competíamos en ajedrez,
cuentos e historias de la vida.
-Pero Castilla dio la orden de libertad a los negros -dice Manuel- porque
estaba rodeado por una sublevación de indios y negros, y no le
quedaba otro camino; sino, tomaban Lima.
-Y la forma como entró en la selva -digo, recuerdo- es a punta
de cañonazos contra los asháninkas, a quienes llamaba chunchos.
Quería esclavizar indígenas para reemplazar la mano de obra
dejada por los negros. Pero los asháninkas lo enfrentaron. -Y se
consoló trayendo coolíes con engaños desde la China
-agregó.
-Y aunque parezca mentira, Miguel Grau, el que después fuera héroe
en la guerra contra Chile, fue el que traía chinos esclavizados
en su barco mercante.
Pero don Víctor Edery llegaba con su cajita de ajedrez, y nos olvidábamos
de la historia que no nos enseñaron en la escuela.
Líderes
Algunos nombres de líderes indígenas, recogidos generalmente
por los misioneros, llegaron hasta nosotros: Jumandi, Beto, Guami, Imbate,
Paujimato, Busi, líderes de la llamada Rebelión de los Brujos
en 1587; el cocama Pacaya, que se rebeló en 1666; Torote, el asháninka,
levantado en 1737; la ofensiva más célebre de Juan Santos
Atahualpa, que moviliza a shipibos, conibos, amueshas y asháninkas
en 1742; y en 1766, la rebelión de Runcato y los shetebos, shipibos
y cunibos; y el aguaruna Anacuni, líder de una rebelión
en 1830.
Pero estos alzamientos contra el poder explotador de la colonia y la República
fueron dados por centenares, y los nombres de sus dirigentes aún
nos son anónimos. Baste recordar la enorme resistencia indígena
contra el genocidio del cauchero Julio César Arana a comienzos
del siglo XX, y contra otro cauchero no menos sanguinario como Fermín
Fitzcarrald.
Los huambisas todavía recuerdan a Sharián, líder
victorioso contra los caucheros y los soldados. Pero cuando Sharián
fue viejito, querido y respetado, fueron los soldados a prenderlo. Le
hicieron cavar un hoyo en la tierra, y luego le dispararon. Pero ahí
está Sharián, obstinado en la memoria de su gente, el lugar
más duradero para los hombres que murieron pero nunca se quebraron.
Memoria
Y a pesar de todo, seguíamos dándole a la memoria. Los loretanos
vivían orgullosos de su historia rebelde. Entonces recordamos:
-A comienzos del siglo XX, hubo un alza de precios en Iquitos y los comerciantes
acaparadores cerraron sus tiendas. Naturalmente, el pueblo salió
a las calles.
-Y qué pasó -dijo la bella joven que nos acompañaba.
-Surgió de la nada una mujer llamada Rosa, a quien todos empezaron
a llamar La Capitana. Rosa, la Capitana. Ella guió la furia. Se
marcaron los negocios usureros, y se procedió a abrir puertas y
repartir los víveres a la gente.
-¿Y quién era Rosa la Capitana?
-Nadie lo sabe. Después de ese levantamiento, nadie más
supo de ella.
Requena
Luis Urresti acaba de contratarme como redactor de su revista, y nos embarcamos
rumbo a Requena, su ciudad natal. Allá conozco a su padre, su esposa
y su pequeña hija, que había nacido el mismo día
y año que mi hijo Jerzy. Visitamos la ciudad, tomo fotos y grabo
entrevistas.
Sin embargo, algo más profundo me llena el alma en esos momentos.
Mientras miro el horizonte verde que se aleja del río Ucayali,
creo mirar a los mayorunas, esos hombres del río que justo el año
en que yo nací se enfrentaron desnudos y solos contra una expedición
armada de Requena, y enseguida contra la aviación peruana y una
flota aérea de marines norteamericanos que los ametrallaron y bombardearon.
-A veces los mayorunas vienen a la ciudad -me dice Luis Urresti-. Son
tranquilos y reilones.
Y me muestra un enorme arco mayoruna, y yo imagino la carrera, el desbande
en medio de la selva bombardeada, la resistencia de los sobrevivientes.
Es hora de partir, y la lancha nos espera con las hamacas colgando y los
pasajeros que caminan, se acomodan y apuran una última cerveza
antes del regreso a Iquitos.
Panaifo
Si alguien viaja a Iquitos y no brinda una noche con Arnaldo Panaifo,
se pierde una oportunidad única para compartir la alegría
desaforada de este narrador y poeta desbordante. A Arnaldo Panaifo no
le importan los premios y condecoraciones, aunque sí le importa
los amigos, y las cervezas siempre son bienvenidas.
En medio de la sumisión de periodistas y escritores loretanos a
la mafia escandalosa de un cura agustino, Panaifo nada contra la corriente
y dice sus verdades. Por eso desde hace años publica mensualmente
una revista callejera y amiguera, 'Los shamiros decidores', cuyas páginas
son atrevidas y apasionadas como el escritor que les da vida. Ha ganado
premios, cómo no, y sobre todo ha ganado amigos, y su risa irreverente
sigue llenando las noches calurosas de los innombrables rincones de Iquitos.
Soga de muertos
Wendeler Siri era zapatero, poeta, médico herbolario, titiritero
y tantas cosas más. Lo visitaba a menudo en su tallercito de la
Castilla, y fueron muchas sus invitaciones para beber ayahuasca. Por fin,
una noche, cedí. Varios amigos pintores me acompañaron en
el intento.
Vi cosas bellas, colores brillantes y juguetones, imágenes de sueños
olvidados e ideas perdidas. Y vi mujeres magníficas llamándome
a su lado.
-La madre del ayahuasca te quiere -me dijo Siri, riendo-. Te ha hecho
ver cosas buenas.
Bebí una segunda vez ese trago tan amargo como una patada, y vi
imágenes horribles, angustiosas. La tercera vez tampoco fue agradable.
Y la cuarta vez, sin nada mejor, me despedí para siempre de esa
trampa fugaz que parecía haber dejado de quererme.
Arma
Manuel Marticorena llegó un día a Iquitos luego de nacer
en Huancavelica, estudiar en Ica y ser universitario en Lima, y se fue
a vivir a Tamshiyacu, un pueblo cercano donde fue profesor durante muchos
años. Pasó a Iquitos, fue catedrático en la universidad,
y aprovechó el tiempo para escribir crónicas y artículos
sobre literatura, su secreto oficio.
Había nacido en Arma, un distrito tan pequeño como distante.
Y un buen día se decidió y publicó un sorpresivo
libro de poesía, 'Vientos de la ausencia', en el que explora y
expresa sus emociones entrañables sobre su pueblo, sus paisajes
y su gente. Lo habíamos conocido humilde y tranquilo, pero su poesía
ardía con la emoción del artista que expresa y defiende
los caros anhelos de su pueblo, su verdadera pasión irrenunciable.
Ellos
Tenía la costumbre de comprar víveres por sacos y cajas
para que le duraran el mes entero. Y un día, vio a varios indígenas
semidesnudos que de su casa se llevaban un saco de sal sin aviso ni permiso.
Manuel Marticorena suspiró resignado. Lo necesitarán más
que yo, pensó.
Pero a los pocos meses, cuando el mijano había desatado fiebres
de pesca en los ríos de la selva, vio nuevamente a los indígenas
saliendo de su casa. Quiso detenerlos y hablarles, pero miró mejor
y descubrió canastas llenas con pescados salados a la puerta de
su casa.
Entonces conoció mejor a los indígenas, sus amigos.
Ajedrez
Eleazar Huansi escribía cartas y documentos en su vieja maquinita
de escribir en la tercera cuadra de Putumayo. Al mediodía o a la
tarde nos prestaba una de sus mesas, y surgían los tableros y las
piezas de ajedrez. Enseguida llegaban niños, viejos y jóvenes
y empezábamos los duelos.
A veces se hacía noche y la opaca luz de los postes nos advertía
de la exageración. Así la pasábamos, de pie, mirando
los alfiles y las reinas y los atrevidos peones. Alguna bella muchacha
nos distraía un momento. Y a veces, la tempestad, la lluvia escandalosa
que se adueñaba de las calles y nos expulsaba nuevamente a la realidad.
La
risa
Lo más curioso de Eleazar Huansi eran las muchachas que lo visitaban.
Pasaban por su mesa, él estiraba la mano y listo, tenía
las que quería.
Se reía, contaba las anécdotas más disparatadas que
eran su vida, y a menudo las cervezas calmaban nuestro calor de la tarde.
Había nacido en Contamana. Viajó a Lima y aprendió
a arreglar tubos de escape y otros menesteres alimenticios. Se fue a Tarapoto,
y trabajó como auxiliar de contabilidad en el ejército.
Aprendía rápido. Después vino a Iquitos, fue declamador
de poesía y se autodiplomó como mecanógrafo independiente.
A donde iba, se inventaba un oficio. Ahora ha publicado plaquetas de poesía
y un libro de cuentos, ha compuesto canciones exitosas y guarda o regala
cientos de poemas inéditos.
Tiene seis hijos, y ellos escriben o recitan poesía como él
mismo. Su risa es contagiosa. O mejor dicho, él mismo es contagioso
como la vida que le late en cada carcajada.
Martín
Adán
Carlos Fuller se reía por la lentitud de Manuel Mosquera. Decía
que un día lo encontró a la puerta de su casa, y mientras
esperaba que le abrieran la puerta se había quedado dormido, de
pie, esperando bajo la garúa.
Pero Manuel Mosquera era hábil con las anécdotas. Cuenta,
por ejemplo, que mientras estudiaba antropología en San Marcos
se fue a chupar con los amigos. Se encontraron con Martín Adán
y entre trago y trago los sorprendió el amanecer. Camino a casa,
cerca de la Vía Expresa, el poeta Martín Adán, con
todo el aura que ya le había caído encima, gritó
para demostrar su desprecio a la vida y a los seres inferiores:
-¡Quiero morir, carajo! ¡Quiero morir!
Y los amigos de Manuel Mosquera, pendejos hasta el tuétano, se
miraron cómplices y cargaron con la ebria humanidad de Martín
Adán listos para empujarlo al fondo del zanjón.
-¡Socorro, auxilio! ¡Estos locos me quieren matar! -gritó
un asustado Martín Adán, mientras se aferraba febrilmente
a la oxidada balaustrada del puente.
Los muchachos lo dejaron solo y se retiraron entre el susto y las carcajadas
que nuestra imaginación reconstruía.
Minga
cultural
La última Minga cultural que realizamos con Nancy Dantas, escritores,
pintores y teatristas fue en Indiana. No salió igual que en Picuroyacu,
Micaela Bastidas o Manacamiri, cuando la gente decidida ayudó a
organizar la fiesta de la cultura, y el teatro nos envolvía y la
pintura y las palabras emocionadas encendían el calor de la tarde.
Indiana era un pueblo más grande y olía a pequeña
ciudad, a fútbol y televisores. Pero igual realizamos el pasacalle
con muñecones, zancos, banderolas y vestuarios coloridos.
Los niños eran los que más gozaban.
Y nosotros.
Locura
Una mañana llegó Daphne a buscarme. Venía feliz.
-Voy a casarme -dijo-. Y quiero que seas mi testigo.
La miré reír, enrojecer, saborear esa loca palabra que se
llama matrimonio.
-Veré mi agenda -le dije.
Ella se puso seria. Enseguida solté una carcajada.
La felicité por el suicidio, y a los pocos días estábamos
en Manacamiri, ese pequeño caserío cerca de Iquitos adonde
yo acudía a menudo para escribir y mirar la selva. Ahí fue
el matrimonio. Así surgió la locura.
Noche
Fernando nos alcanzó cuando Magaly y yo regresábamos de
la plaza Castilla agotados de mirar la luna llena.
-Tu hermana se ha accidentado en Cajacay, por Huaraz.
-Qué -dijo, gritó Magaly.
-Un accidente. Tu papá también...
A Magaly se le quebraron las piernas. La abracé, y me faltaron
fuerzas para soportar el peso de la pena.
Como un golpe en el rostro, recordé repentinamente a mis padres
y hermanos. Vi a mi hijo. La muerte no podía ser tan mierda. Y
juntos, mientras nos sacudía la noticia, el temblor en la voz,
el cuerpo estremecido por el dolor, con Magaly nos acompañamos
en la lágrima.
Indiana
A veces viajábamos a Indiana. Era un pueblo pequeño y tranquilo.
Era inspirador. Abordábamos un bote o un deslizador y en media
hora, río abajo, nos encontrábamos ante su puerto breve.
De tanto quererla, decidimos casarnos ahí.
El río Amazonas se bañaba calmoso sobre la tierra, y el
sol acariciaba con su furia incesante. La selva.
Nos casaron los amigos, esos otros yo que uno inventa para aguarle la
fiesta a la tristeza.
El tiempo
Viajé a Iquitos por dos semanas. Ese fue el acuerdo con Ricardo
Lacuta, porque queríamos mirarle de nuevo la cara a ese sol que
nos había embrujado antes y a esa selva de zancudos y muchachas
bellas.
Pero me quedé un mes, luego un año, y así.
Permanecí siete años en la selva, como un exiliado feliz.
Ahora mucha gente piensa que soy charapa, y yo no hago ningún intento
para corregir la magia y la belleza de esa equivocación maravillosa.
Iquitos,
marzo de 1999.
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